Hace unos días, Pau Cusí hablaba del cansancio vital de la generación millennial después de dedicar los primeros años adultos al servicio de una falsa promesa que se concretaría en la premisa "Si te lo curras, si te sacrificas por aquello que te apasiona, tendrás una vida plena y serás feliz". En principio, el término millennial englobaría a las personas que llegaron al mundo durante los años ochenta y noventa del siglo pasado. Sin embargo, y a pesar de que, cuando se habla de generación, se hace precisamente con el ánimo de generalizar algunos rasgos comunes en las personas nacidas durante un mismo periodo de tiempo, hay que analizar separadamente las vivencias de una persona nacida en 1981 y que, por lo tanto, tenía veintisiete años cuando estalló la crisis económica del año 2008, y las de una persona postolímpica que entonces estaba inmersa en la adolescencia.
Pero, ¿por qué hay que hacer esta distinción? Y, sobre todo, ¿qué tiene que ver con el tema que nos ocupa? Bien es verdad que esta voluntad de diferenciar las experiencias de unos y otros me permite introducir la siguiente opinión personal: todos los millennials tenemos motivos de sobra para sentirnos frustrados, indignados o impotentes ante el panorama laboral —y, de rebote, personal, familiar y económico— que nos ha tocado encarar, pero me atrevería a sugerir que solo los primeros millennials —y también los nacidos a finales de los setenta, aunque no se les englobe en esta terminología— empezaron a ser adultos con una "falsa promesa": con unos proyectos de vida en mente que se volvieron obsoletos cuando ellos apenas se estrenaban en el mundo laboral o cuando salían de la universidad con la sensación de haber seguido la pauta correcta que les tenía que conseguir un buen trabajo y una estabilidad equiparable a la de sus padres. Aquellos millennials incipientes tuvieron que improvisar un escenario que ni ellos ni la generación precedente habían conocido, y es que, para entendernos, cuando ya tenían todos los ingredientes, se encontraron con que les habían cambiado la receta.
En cambio, quienes empezamos la universidad a partir del 2010 y más allá; los millennials que estrenamos el plan Bolonia en plena crisis económica, quizás tengamos delante unos desafíos que son incluso más desconsoladores que los de la gente de comienzos de los ochenta o de finales de los setenta, pero creo, y lo digo muy honestamente, que no podemos refugiarnos en falsas promesas. Es decir: quienes empezamos la carrera cuando ya hacía unos años que existía una crisis económica que había hecho irse a pique los viejos paradigmas y las fórmulas infalibles tenemos, sin duda, todo el derecho a reivindicar alguna certeza, por pequeña que sea, y a pedir empatía a quienes todavía juzgan nuestros escenarios con los barómetros que tenían sentido cuando el mundo conservaba un poco de sentido. Pero también convendría que recordáramos qué promesa nos hicieron, quién la hizo y, sobre todo, si es posible que todos juntos compráramos la promesa llevados por un idealismo terco, por una inercia no cuestionada o, simplemente, por una ausencia de alternativas más allá de abrazar esta premisa residual, fundible y clarísimamente anacrónica. "Si te lo curras, si te sacrificas por aquello que te apasiona, tendrás una vida plena y serás feliz": bien mirado, hay algo en esta promesa que, en caso de oírla, nos tendría que haber chirriado desde el principio, y es la promesa de la felicidad. Al fin y al cabo, incluso la Declaración de Independencia de los Estados Unidos reivindicaba el derecho "a la búsqueda de la felicidad"; a la búsqueda, y no a la felicidad misma, que se asemeja más a un privilegio.
Quizás los millennials tendremos que hacer el ejercicio de analizar si realmente nos hemos pensado que tenemos derecho a estudiar lo que queramos y donde queramos, a trabajar donde nos apetezca y sin muchas renuncias sociales y familiares, a acabar obteniendo éxito y riqueza haciendo aquello que nos gusta y, en consecuencia, a ser felices, así en general. Es posible que nos toque convertir la exigencia de felicidad y de plenitud en una aspiración legítima que nos ayude a no caer en la resignación; que nos haga falta también hacernos inmunes a los discursos condescendientes de quienes, situados en un escenario laboral que es impensable hoy en día, pretendan convencernos que, si no encontramos la felicidad, es solo porque no la buscamos bien. Sin embargo, si bien asumimos que no tenemos otro remedio que trascender cualquier promesa que nos haga perpetuar unos esquemas caducos, tenemos todo el derecho a denunciar que, incluso cambiando los antiguos modelos, la búsqueda de la felicidad nos la están poniendo complicadísima.