La financiación catalana y el estado federal

España, lejos de los sistemas federales de financiación

Bajo un ruido mediático enorme, en este artículo intentaré traspasar las dos líneas de fuego del debate partidista del nacionalismo español para intuir por dónde pueden ir los rasgos en cuanto al pacto entre Catalunya y el Estado. La idea sería poder neutralizarlos y lograr una paz definitiva. Dado que no hay bandera blanca ni comisiones técnicas que busquen un acuerdo, este objetivo no está garantizado. Hoy, los políticos, analistas y académicos parecen que todos formen parte de un bando y tengan como reclamo acabar con el enemigo o erosionarlo, en un ejemplo de lo del cuanto peor, mejor y del pete quien pete.

Según mi punto de vista, el acuerdo avanza en la España federal. Está claro que algunos no lo quieren y prefieren el estado unitario. Por eso hablan de guerras confederales y de la rendición del Estado. Su objetivo es legítimo, pero creo que sus argumentos están equivocados. Foedus (la raíz de federal) significa pacto: federar es compartir –también la soberanía fiscal–. Son los ciudadanos quienes pagan impuestos, pero en un esquema federal lo hacen a los gobiernos que los representan en el territorio y para sufragar sus respectivas competencias. Los Estados confederados no comparten soberanías y sus acuerdos son paccionados. Quien no esté de acuerdo con lo que implica ser federalista tiene el arsenal tradicional de los argumentos del unitarismo político y la recentralización sin necesidad de más eufemismos confusos.

Todo acuerdo concierta, pero no todos los conciertos son como los de las comunidades forales. Éstos tienen una metodología determinada en la concreción de los servicios a transferir: la cuota no es ninguna contribución solidaria, sino el pago por unos servicios internamente pactados, valorados no según el coste efectivo sobre su territorio, sino participante del coste estatal estimado. Y esto mientras no se acaben transfiriendo todas las competencias. La aberración en su cálculo lleva a cuotas negativas, sin transparencia alguna que la pueda justificar para una comunidad rica que, además, no contribuye a la solidaridad interterritorial. En la batalla de las justificaciones de este modelo, son habituales los entendimientos entre expertos o colegas de las comunidades –privilegiadas o subsidiadas– que tienen como objetivo común mantener un statu quo que las beneficia. Luchar técnicamente contra estos intereses es hoy muy difícil.

La ordinalidad es normal en las nivelaciones entre entes federados. Se contribuye al conjunto pero nunca a riesgo de la infrafinanciación propia. Puede cederse la progresividad fiscal en la medida en que la comunidad tiene ciudadanos más ricos, pero nunca arriesgando la financiación de los propios servicios públicos.

La propuesta catalana complementa optativamente la vía del régimen común. Ésta está basada en un Estado que lo recauda todo y transfiere recursos según él estime las necesidades fiscales de cada comunidad. En cambio, la vía de la capacidad fiscal que abre el acuerdo comporta riesgo de la mano de la responsabilidad fiscal, y no garantiza a lo largo del tiempo las coberturas de gasto independientemente del esfuerzo fiscal de las comunidades. No creo que todas las comunidades se apunten hoy a esa opción. Es necesaria una fuerte voluntad de autogobierno, que es evidente que no existe en la mayoría de comunidades que están proponiendo la recentralización de competencias.

Para hacer efectivo el pacto fiscal estaría bien contar con estructuras de estado que de verdad sean de todos y no sólo de la administración central. Así en el caso de la Agencia Tributaria compartida. Quien recauda los impuestos de cada jurisdicción no es tan importante como a qué fondos acaban nutriendo aquellos ingresos, poniendo fin a transferencias tardías, interpretables en su destino, oa los anticipos, para poder así planificar los recursos propios.

El acuerdo es singular, está claro, aunque sea a la vista de la comunidad que ha iniciado el cambio de régimen. Y, aunque esto no lo haga exclusivo ni excluyente, no puede supeditarse la viabilidad de la propuesta a la satisfacción de todo el resto de comunidades. Que después se haga extensivo a otras comunidades debe ser posible si el Estado, desde sus competencias, comparte mayor financiación. Pero el reconocimiento de la singularidad de uno no puede someterse a la conveniencia de otros. Cataluña no es Murcia, ni Galicia Madrid. Todo en la vida tiene elementos asimétricos que deben convivir.

España, con la cancioncilla de estado cuasifederal, se ha situado en una trampa en la que el Estado arbitra las peleas que se visualizan entre comunidades, en vez de enmendar los errores de una política estatal redistributiva. Esto podría hacerlo con sus competencias, evaluadas en su objetivo como hace la Unión Europea en sus inversiones, y no a través de la nivelación horizontal entre las comunidades. El peso escaso del actual fondo de compensación territorial del Estado es el síntoma más significativo de esta trampa.

Siento que el presidente Sánchez anuncia que quiere reavivar el Fondo de Compensación Interterritorial (FCI) y poner más dinero para todas las comunidades. Parece una medida adecuada para quitar la presión del desarrollo regional –más dedicado a las infraestructuras– a la financiación autonómica –que debe dedicarse a los servicios básicos del bienestar–. Asimismo, poner más dinero en el conjunto puede ser la vaselina para vencer resistencias. Pero hay que estar atentos a que esto segundo no supedite la efectividad de la propuesta catalana. En el futuro habrá más recursos que dependerán de la consolidación fiscal europea y de aprobar nuevos presupuestos. La entrada de la multilateralidad mediante un nuevo sistema de singularidades dejaría la propuesta catalana en el limbo del actual desenfreno.

Mantengo que incluso en el caso de que inicialmente la salida de Cataluña del régimen común no supusiera de entrada ninguna financiación adicional sustantiva, sólo para poder salir del mal rollo con el que el resto del Estado mira las iniciativas catalanas, el esfuerzo habría querido la pena.

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