Gandhi, el pacifismo y la guerra real

5 min
Filosofía contra  la guerra

La invasión de Ucrania por el ejército ruso, y el consiguiente desencadenamiento de la guerra, está afectando a Europa y al mundo entero y nos tiene con el corazón en un puño. La primera gran víctima de esta agresión es, evidentemente, la población de Ucrania, que ve su país invadido y en muchos puntos arrasado o en peligro de serlo. Los miles de personas muertas y heridas y el gran número de desplazadas son la imagen más espantosa. También son víctimas los mismos soldados rusos, enviados a matar y a morir por orden e interés de un dirigente autocrático, como también lo es la parte de la población rusa que se atreve a enfrentarse a la política agresiva de su gobierno.

No insistiré ahora en cómo se habría podido evitar llegar a este desenlace fatídico si hubiera imperado una política de auténtico diálogo por parte de todas las partes implicadas, después de que se desmembrara el imperio soviético, la URSS. Se ha escrito y comentado suficientemente sobre esto. Lo que me interesa aquí es reflexionar sobre el debate entre los sectores más críticos con las ideas defendidas por los pacifistas y los partidarios de las opciones no-violentas, en relación a este conflicto, como también el que se produce en el seno de cada corriente. En situaciones tan complejas como la actual es casi imposible que no surjan puntos de vista diversos, también entre los afines. 

Por un lado, los críticos con los pacifistas aprovechan siempre las situaciones de conflicto armado abierto para atacarlos, tildándolos en el mejor de los casos de ingenuos, y en el peor y más grosero, de hacer el juego al enemigo. Por su parte, no pocos pacifistas, situados en estos contextos a la defensiva, acostumbran a dirigir sus discursos a los partidarios ya convencidos. Solo cuando no hay más remedio se confrontan las ideas, a menudo sin mucho interés real al contrastarlas. Y, como pasa en tantas situaciones polémicas, un recurso utilizado es citar a los “clásicos”, para avalar las tesis defendidas. El problema es que, en muchas ocasiones, las referencias están cogidas tan solo para disponer de una “carga de profundidad”, para desautorizar las otras posiciones, y ahorrarse así profundizar en la argumentación. Pero demasiado a menudo se trata de referencias descontextualizadas y que obvian el pensamiento más profundo de la autoridad citada, y su complejidad. 

Gandhi es inevitablemente recurrente cuando se tratan temas relacionados con la guerra y la paz, y por eso se lo cita con tanta frecuencia. Pero él mismo mantuvo posicionamientos diferentes ante situaciones bélicas, obedeciendo a muchos factores que requerirían un largo artículo para explicarlos. Dejando de lado sus experiencias en Suráfrica durante las guerras bóer y zulú, es cierto que hacia el final de la Primera Guerra Mundial apoyó activamente la campaña de reclutamiento organizada por las autoridades británicas. Una posición que le comportó grandes contradicciones, hasta enfermar. En aquel momento él creía en cierta “bondad” del Imperio Británico, a pesar de la dura crítica que había escrito en su obra Hind Swaraj, nuevo años antes. En cambio, durante la Segunda Guerra Mundial defendió con firmeza la no participación de la India a la guerra junto a los británicos, y todavía menos si no había un reconocimiento explícito que se otorgaría la independencia en el país. En esta época –y ya desde bastantes años antes– su oposición a la violencia y las guerras había adoptado una actitud mucho más radical. Aun así, tuvo que contemporizar, con mucho dolor por su parte, cuando en la primera guerra de la Cachemira, a finales de 1947, el gobierno indio bajo la dirección de su apreciado J. Nehru envió aviones de combate para combatir una invasión.

Gandhi es para muchos el máximo referente del pacifismo contemporáneo, pero hay que entender sus actitudes concretas ante la guerra en función de factores que no se pueden simplificar. Él creía en una no-violencia profunda, que iba más allá de los conflictos bélicos y que, aun así, era aquello que los podía evitar. Ojalá siguiéramos su legado, en este ámbito. Pero él no acostumbraba a actuar como un dogmático en temas sociales y políticos, a pesar de ser un moralista en otros aspectos.

¿Y qué podemos hacer ante el conflicto actual en Ucrania? Es evidente que en este conflicto hay unos agresores, el ejército ruso, y un máximo responsable, Vladímir Putin. Y hay un pueblo invadido al que se le niega el derecho a existir como tal. Está claro, pues, que hay que desplegar la máxima solidaridad con las víctimas principales, y, por otro lado, todos lo somos.

Aun así, hay una visión del conflicto que lo simplifica excesivamente. Algunos comentaristas lo sintetizan con una idea: “Nosotros –se entiende que las potencias europeas y la OTAN– somos los buenos” y ellos serían, pues, “los malos”. Así cualquier escalada bélica está justificada, y tan solo frenada por el miedo. Pero este “nosotros”, ¿a quién incluye? ¿Los gobiernos atlantistas que han promovido o avalado guerras, la expansión del militarismo y la venta de armas, a cualquier precio? ¿Incluye los grandes fabricantes de armamento que se benefician de las guerras? ¿Incluye, acríticamente, unas democracias cada vez más precarias, en muchos países de la Unión Europea y de América? Esta simplificación no ayuda a resolver conflictos, los aviva. Esto no quiere decir que no se tenga que condenar sin paliativos la agresión del ejército ruso y sus dirigentes. Es evidente que tenemos que defender los valores democráticos y los adelantos que, a pesar de todo, se han hecho en los países que identificamos como democracias. Pero no tendríamos que confundir estos valores con algunas élites que los cuestionan cada día.

¿Qué hacer, pues, para ayudar a los ucranianos? Algunas cosas ya se están haciendo y, seguramente, habrá que continuarlas. Está bien adoptar las medidas de presión económica y diplomática que sean pertinentes y que afecten sobre todo la oligarquía rusa. Ofrecer el máximo apoyo humanitario a los refugiados, facilitando su acogida y su salida del país si así lo desean, pero que no sea a expensas de las personas refugiadas de otros conflictos. Y hay que solidarizarse con la población que en Rusia se opone a esta agresión y sufre terribles consecuencias. 

En cuanto a los que luchan dentro de Ucrania, hay que dar apoyo a todas las iniciativas de resistencia civil no-violenta que, espontáneamente u organizadamente, algunos sectores de la población han adoptado, parando y desviando tanques, haciendo barreras de gente desarmada y mirando de persuadir y desanimar el ejército ruso. Estas acciones no se tienen que menospreciar, más bien al contrario, tienen un gran valor presente y de futuro. Pero nosotros no podemos, desde aquí, imponer a los ucranianos que se encuentran en medio de la lucha cómo se tienen que defender. Y si tanto su gobierno legítimo como sectores de la oposición activa –excluyendo los grupos fascistas y parafascistas— piden armamento para defenderse, no se les puede negar este derecho a hacerlo como ellos vean necesario. Es evidente que esto tiene riesgos y peligros; aun así, en estas circunstancias todas las opciones tienen. Nos puede gustar más una vía u otra de resistencia, pero en las circunstancias actuales no son, necesariamente, excluyentes. Desgraciadamente.

En cualquier caso, la opción de apoyar a la resistencia armada no se tendría que idealizar, porque, a pesar de admitirla en situaciones de autodefensa donde los protagonistas no ven otra alternativa, plantea siempre problemas, no tan sólo éticos, sino también de eficacia a medio y largo plazo. Pero la realidad es más complicada que las situaciones ideales en que queremos vivir aquellos que reivindicamos la no-violencia. La vida real tiene estas contradicciones. Asumirlas no quiere decir renunciar a promover las opciones no-violentas, y todavía con más fuerza.

A pesar de todo, hace falta no dejar de trabajar para encontrar salidas diplomáticas en el conflicto que, tarde o temprano, tendrían que llegar. En este sentido, es importante, dentro de lo posible, no dejar el terreno de la dirección de la diplomacia en manos de pirómanos. Y ante el peligro de una nueva oleada de militarismo, a ambos lados, y frente a los apologetas de una nueva carrera armamentista, lo que hará falta es reforzar la cultura de paz, acabe como acabe esta maldita guerra.

Artur Domingo i Barnils es historiador, especialista en la obra y el legado de Gandhi
stats