El juez instructor del 1-O del Tribunal Supremo, Pablo Llarena.
13/08/2024
3 min

Catalunya tiene nuevo president: Salvador Illa. Es el tercer presidente socialista que dirigirá el gobierno catalán, después de Pasqual Maragall y José Montilla, pero el primero que lo será habiendo ganado unas elecciones. Aquí tenemos el primer motivo por el que Illa es president, haber quedado primero. Sin embargo, este no constituye el principal motivo de su elección, como demuestra el hecho de que otros dos socialistas, Pedro Sánchez y Jaume Collboni, son respectivamente presidente y alcalde habiendo perdido las elecciones. La razón auténtica por la que Illa ha sido elegido 133 president de la Generalitat se basa en que el tripartito sumaba. Algunos lo advertimos reiteradamente: si el tripartito suma, se hará. Y así fue. Es una ecuación que nunca falla, excepto cuando Esquerra Republicana puede ostentar la presidencia, como ha sucedido en estos últimos años, con Pere Aragonès.

El hecho de que Salvador Illa sea el nuevo president es un éxito del mundo unionista y un fracaso del mundo independentista. Un fracaso, por cierto, anunciado y precedido por la incapacidad manifiesta de construir puentes y por la habilidad afilada de dinamitarlos. En menos de una década hemos pasado de una fórmula integradora como Junts pel Sí, que debía permitir un trabajo en común y una cultura de colaboración, a un sálvese quien pueda y al nacimiento de un nuevo tripartito. Desde un punto de vista político, y sobre todo desde una visión y un sentimiento de país, me duele que sea así. Hoy, con este resultado, los ingentes esfuerzos y sacrificios que ha hecho un montón de gente para avanzar hacia la soberanía quedan, como mínimo, desdibujados.

Para engendrar el nuevo tripartito, ERC ha aplicado el manual: haz lo que te perjudique menos a ti y lo que perjudique más a tu adversario. ERC no podía permitirse una repetición de las elecciones. Su bajada en todas las convocatorias electorales del último año, la profunda división entre sus líderes, el derrumbe ético que supone el asunto de los carteles utilizando una enfermedad durísima que golpea a tantas familias, y la ausencia de un candidato claro con suficientemente atractivo electoral; todo apuntaba a impedir una nueva cita con las urnas. El acuerdo que hizo posible el pacto con los socialistas tiene contenido suficiente para presentarlo de manera positiva, aunque una parte significativa de las bases votaron en contra. Se trata de un pacto que desde un punto de vista formal aguanta, pero que todo el mundo sabe que tiene suelo, techo y paredes de cristal. Cualquier golpe, y habrá muchos, puede agrietarlo o romperlo.

Sin embargo, la investidura del president Illa coincidió con otro hecho relevante: la impostura de una parte del sistema judicial español que se niega a aplicar una ley vigente, la de la amnistía. Si por impostura entendemos el acto de un impostor, y definimos al impostor como aquel que engaña asumiendo un rol que no es el suyo, concluiremos que la actuación de unos magistrados que utilizan su enorme poder para intervenir en el juego político es un acto de impostura, y de los más graves. De la misma forma que todo demócrata sabe que corresponde al poder judicial interpretar las leyes y dictar las sentencias, no es menos verdad que un poder tan grande como el judicial solo puede ejercerse con un respeto escrupuloso por las leyes aprobadas por los únicos que las pueden hacer, es decir, los Parlamentos, que representan la soberanía que emana del pueblo. Prostituir este principio, como se está haciendo con la ley de amnistía, no solo supone una grave inmoralidad, sino un ataque directo a la línea de flotación de la democracia. La ley de amnistía es clara en su contenido, y es diáfana en la voluntad del legislador de borrar como delitos las actuaciones vinculadas al proceso soberanista. El tema no es si la ley gusta o no, si conviene o no: es la ley, y debe aplicarse. No se puede manosear a conveniencia de parte. De la misma manera que algunos hemos tragado una dura persecución por defender nuestras ideas, y hemos tenido que asumir las consecuencias, ahora toca a otros tragar una ley que no les gusta pero que está vigente.

El día de la investidura, dos diputados de Junts, Carles Puigdemont y Lluís Puig, no pudieron ocupar sus asientos en el hemiciclo del Parlament, como les correspondía por voluntad y decisión de la ciudadanía, y como les permitía la ley de amnistía. Más allá del tema, siempre opinable, de cómo se produjo el regreso del president Puigdemont, lo fundamental es por qué no pudo sentarse libremente en su escaño para participar en la sesión, aun sabiendo que él no sería el elegido, como nos ha ocurrido a otros más de una vez. Todos los demócratas, independientemente de nuestras ideas, debemos cerrar filas en defensa de lo esencial: los derechos fundamentales lo son, y el día de la investidura quedaron nuevamente pisados. La sombra de los dos diputados ausentes planea y planeará sobre la sesión vivida en el Parlament. Y no olvidemos que las sombras suelen ser alargadas.

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