El TSJC no ha perdido la oportunidad de entrar en la campaña electoral. Parece que el tribunal quiere forzar una convocatoria electoral en un momento de máxima ocupación hospitalaria y alta circulación del virus. Apelan, irónicamente, a la necesidad de acabar pronto con la provisionalidad institucional que ellos mismos provocaron con la inhabilitación del president Torra.
El tribunal apela a un supuesto "interés público" para precipitar las elecciones. Todos los representantes en el Parlament estuvieron de acuerdo, sobre el papel, a posponer las elecciones. Pero los magistrados se otorgan una capacidad, cuando menos sorprendente, de interpretar el interés público por encima de lo que piensan los representantes de la ciudadanía.
Pero no hay que ser ingenuos. Viendo la trayectoria del TSJC, no cuesta mucho creer que los magistrados se quieran alinear con los intereses del gobierno (y el estado) español, que hace una apuesta muy fuerte por que Salvador Illa sea el próximo presidente de la Generalitat. Y, en esta operación Illa, parece que un atraso electoral representaba un riesgo muy grande, por algún motivo que desconocemos. No hay que recurrir a teorías de la conspiración, solo hace falta un alineamiento de intereses, que en este caso es evidente, y fácilmente abre la puerta a mecanismos de coordinación espontánea. Afortunadamente, sin embargo, el éxito de estas operaciones se dirime en las urnas y en el Parlament, tal como pasó en 2017, cuando la candidata era Inés Arrimadas.
El contexto es importante para interpretar las cosas. El mismo día que mantenía las elecciones del 14-F, el TSJC resolvía inhabilitar al conseller encargado de organizarlas, por su colaboración como alcalde con el referéndum del 1 de octubre. Hay que recordar que antes varios juzgados habían archivado muchas causas parecidas contra otros alcaldes y alcaldesas. Pero el conseller Solé es una pieza política de caza mayor. Antes, el mismo tribunal había inhabilitado al president Torra por un retraso en descolgar una pancarta, a los miembros de la mesa del Parlament por permitir debates, y al president Mas, Joana Ortega e Irene Rigau por organizar el 9-N.
Con estos antecedentes, pues, lo que ha pasado esta semana no nos tendría que sorprender. Pero sí nos tiene que preocupar. Porque este activismo judicial, que persigue e inhabilita a cargos públicos por cuestiones menores e interpretaciones forzadas por su ideología, es la principal amenaza a la democracia en Catalunya. El poder judicial se ha acostumbrado, además, a imponer decisiones a los otros poderes democráticos, en ámbitos tan varios como la gestión de la pandemia o los porcentajes de uso de las lenguas en la educación. Y a menudo lo hace con unos sesgos ideológicos muy evidentes.
El caso de las lenguas en la educación es quizás uno de los ejemplos más ilustrativos en este sentido. Solo hay que comparar lo que resuelve el TSJC en Catalunya con el TSJCV en el País Valenciano: mientras en Catalunya obliga a un porcentaje del 25% de castellano, en el País Valenciano los jueces rechazaron un decreto que preveía un sistema parecido al que quieren imponer en Catalunya. Es decir, que lo que imponen en Catalunya lo rechazan en el País Valenciano, porque en un caso empeora la situación de la lengua catalana, y en el otro la mejora.
Todo este activismo judicial se reviste, está claro, de mucha técnica jurídica, y de un discurso ideológico muy particular. Se fundamenta en una concepción muy estrecha del estado de derecho que es la predominante en la cultura jurídica española. Es una concepción estrictamente procedimental, que olvida la dimensión sustantiva del estado de derecho. Y se basa en una mitología según la cual lo que hacen los jueces es una mera aplicación mecánica de la ley. Desde esta perspectiva, cualquier decisión que tome el poder judicial es legítima y correcta si formalmente ha seguido los procedimientos. Y cualquier argumento crítico sobre la dimensión sustantiva de las decisiones judiciales es rechazado como un ataque al estado de derecho y a la democracia. Pero, como es consabido, esta concepción estrictamente procedimental permite y ha permitido históricamente acomodar muchas vulneraciones de derechos y muchos sistemas autoritarios.
Y por eso, a pesar de que el poder judicial decide asumir un papel activista, y ensanchar su radio de actuación tanto como puede con unos sesgos ideológicos tan evidentes, a menudo leemos que no se pueden cuestionar las decisiones. Porque hacerlo, dicen, equivale a querer que el poder ejecutivo y el legislativo puedan actuar sin límites. Y enseguida, algunos juristas y políticos (o ex políticos) con poca imaginación recurren a comparaciones efectistas pero poco rigurosas con otros casos, en los que las amenazas a la democracia y las vulneraciones de derechos provienen del poder ejecutivo, como Hungría.
Se trata de una visión interesadamente reduccionista de la cuestión, que en buena parte se explica por la ideología que protegen los jueces activistas. El buen funcionamiento de la democracia requiere, evidentemente, un equilibrio de poderes. Y esto pide el control judicial de los otros poderes para proteger derechos, está claro. Pero tan importante como esto es la vigilancia democrática al comportamiento del poder judicial. Porque para preservar una mínima calidad democrática, el gobierno de los jueces no tendría que expandirse de manera descontrolada sobre los ámbitos de decisión de los poderes que sí son escogidos democráticamente. Y tampoco tendría que actuar con la parcialidad manifiesta con la que lo hace sistemáticamente en Catalunya. Y cuando el poder judicial hace esto, tiene que poder ser objeto de cuestionamiento y crítica política. Porque esta crítica política a una justicia politizada que entra cotidianamente en política no es solo legítima (faltaría más), sino que es muy conveniente, e incluso necesaria para preservar una mínima calidad democrática.
Jordi Muñoz es politólogo.