'Lawfare' lingüístico

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Un kayak hace camino.

Costaría encontrar ejemplos en el mundo donde haya personas que estén convencidas de que es mucho mejor saber una lengua que dos. No es nada de nuevo decir que el estado español tiene un problema con la diversidad lingüística. Desde hace siglos, lo ha vivido como una anomalía que ha intentado corregir por todos los medios; no ha entendido que las lenguas son una riqueza que preservar y ha pretendido borrar del mapa las lenguas diferentes de la castellana. Como de forma documentada explicó el añorado Francesc Ferrer i Gironès en sus libros La persecució política de la llengua catalana y Catalanofòbia: el pensament anticatalà a través de l'història, las campañas anticatalanas vienen de lejos y encontramos ejemplos concretos en textos legales del siglo XVII, que se han ido repitiendo en formatos e intensidades varios hasta nuestros días. Algunos de los intentos de aniquilación han sido sonados: con el Decreto de Nueva Planta de 1716 se prohíbe el uso de la lengua catalana y se instruye a las autoridades para que actúen con mano izquierda para conseguirlo bajo la máxima "Que se note el efecto sin que se note el cuidado", y con la dictadura franquista la lengua catalana vuelve a ser un pecado capital que se combate por tierra, mar y aire, reprimiendo, censurando y encarcelando.

En lo que llevamos de siglo, la agitación contra la lengua catalana no ha sido ninguna excepción en la historia. Con la mayoría absoluta de José María Aznar, en el 2000, los movimientos para atacar la lengua catalana reavivaron con fuerza, y cogieron el relevo de Alejo Vidal-Quadras, el Foro Babel o artefactos como Convivencia Cívica Catalana, con el altavoz de diarios como El Mundo o el Abc. Bajo el mantra de la persecución del castellano en Catalunya se llegaron a publicar disparates como que los maestros y monitores tenían que ignorar a los alumnos que pidieran ir al lavabo si lo decían en castellano, o que se les castigaba si en el patio no hablaban en catalán entre ellos. Y no hay ni que decir que la rotulación de los comercios fue un nuevo pretexto para explicar que esto era una imposición que arruinaba a todos los tenderos.

Es también en este contexto que, con la bandera de la persecución del castellano, en las elecciones al Parlament de Catalunya de 2006, la lista de Ciutadans, encabezada por Albert Rivera, sacó sus primeros tres diputados. En aquel momento, su disco rayado no se centraba contra el independentismo, que todavía era una posición minoritaria, sino en el ataque constante a la lengua catalana y a su uso social.

Hace unas semanas, en estas mismas páginas, hablando del libro de Damià del Clot, Lawfare: l'estratègia de repressió contra l'independentisme català, hablábamos de cómo el Estado pone todo el ordenamiento jurídico y sus instituciones al servicio de un propósito ideológico para combatir un proyecto político legítimo y democrático. Bajo la apariencia de legalidad y con el aval de los tribunales se combate contra el adversario político con todas las consecuencias, porque el bien supremo que proteger es la indisoluble unidad de la patria. Con la lengua pasa exactamente lo mismo.

En la normativa estatal se cuentan por centenares las disposiciones que discriminan contra una lengua oficial como el catalán. Por ejemplo, en el etiquetado de los productos o cuando compramos un aparato electrónico, podemos encontrar manuales de instrucciones en docenas de lenguas, pero casi nunca encontramos el catalán. Y el debate que ahora tenemos sobre la ley del audiovisual para incorporar contenidos en catalán a las plataformas es otro caso en el que se aprovecha la norma para arrinconar todavía más la presencia del catalán y privar de acceso a él a las generaciones más jóvenes.

Algunos, sin embargo, con el BOE no tienen bastante y han judicializado la lengua para conseguir que los tribunales interpreten la ley haciéndole decir cosas que no dice, todo para servir el propósito ideológico secular de mermar la presencia del catalán, sobre todo en la escuela. El lawfare lingüístico empezó con sentencias que querían obligar a poner cruces para elegir la lengua en las hojas de preinscripción y ahora ya ha llegado al punto de obligar a dar un 25% de clases en castellano porque así lo interpretan algunos tribunales.

El consenso sobre la inmersión lingüística en las escuelas ha sido un activo defendido por la casi totalidad de partidos políticos, a derecha e izquierda, y de agentes sociales. Se ha mostrado como un elemento de cohesión social excepcional. Pero a pesar de esto, los datos sobre el uso social del catalán revelan una situación muy preocupante que exige una reacción decidida del Govern, del Parlament y también del conjunto de la ciudadanía. La lengua es una cuestión que pertenece al ámbito de la política y no de los tribunales, porque ya hemos visto demasiadas veces que están dispuestos a condenarla a desaparecer.

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