Estos días muchos medios y políticos de derechas se han dedicado a construir un nuevo terror sexual: “¡Se está excarcelando a violadores!”, “¡La seguridad de las mujeres está comprometida!”. Los partidos de gobierno han respondido con campañas de comunicación donde lo que importa es salvar votos o atizarse entre ellos para marcar diferencias ante las inminentes elecciones. Si algo evidencia este caso es un rasgo de la política contemporánea donde la verdad no importa, sino que se construye a golpe de argumentario. El resultado parece que será un nuevo endurecimiento penal en un país que tiene una de las poblaciones carcelarias más numerosas de toda Europa mientras mantiene índices de criminalidad muy bajos.
Este clima de terror público se ha construido sobre una instrumentalización de las víctimas a las que se les ha generado miedo y sentimiento de indefensión, mientras se demoniza a los condenados. Hay gente que está cumpliendo penas por conductas de muy diversa gravedad, pero se ha construido una figura monstruosa que deshumaniza al “agresor” y que sirve para legitimar cualquier mecanismo punitivo. “Que se pudran en la cárcel”, es el mensaje. Pero la cárcel no es la solución para ningún problema social ni sirve para protegernos. La prisión es una escuela de violadores, un espacio donde se reafirman los peores aspectos de la masculinidad y el machismo, y donde cuanto más años se pasan más difícil es la reinserción, y por tanto aumenta la posibilidad de reincidencia.
Pero si el pánico se ha desatado porque se hayan rebajado algunas penas al entrar en vigor la nueva ley, pocos se han atrevido a decir que estas ya eran demasiado altas, mucho más que en los países de nuestro entorno –equiparables a las de un homicidio–. Una víctima no está mejor protegida en función de la duración de la condena que se le imponga a su agresor y tampoco estas van a acabar con el machismo o garantizar la libertad sexual de las mujeres. De hecho, la nueva ley, a pesar de lo que diga la derecha, ya supone un endurecimiento penal porque incluye nuevos delitos como el acoso callejero y dificulta el acceso a beneficios penitenciarios como el tercer grado. Además, al unificar los antiguos delitos de abuso –sin violencia– y agresión –con violencia o intimidación– en un solo tipo penal, muchos juristas han advertido de que esta unificación otorga más poder a los jueces. Ahora disponen de una horquilla de penas más alta en la que entran actos muy dispares en vez de tener dos tipos penales más acotados con penas proporcionales a los hechos. Esto puede dar lugar a mayores arbitrariedades, es decir, que los prejuicios de clase, raza u origen migratorio impliquen penas más altas o bajas para el mismo hecho según quien sea el perpetrador.
Cuando denuncian, las mujeres que han sufrido agresiones no buscan siempre –o no solo– una condena, pero el proceso penal no está diseñado para buscar la verdad o la reparación, sino únicamente para castigar, siempre que los hechos puedan ser probados. No importa pues la verdad sino si se puede demostrar, por eso muchas mujeres no denuncian. Aunque ahora exista una definición concreta de consentimiento esto no va a ahorrar a las víctimas la odisea del juicio y sus revictimizaciones. Mejorar los procesos desde una perspectiva feminista implica revisar cómo se desarrollan las investigaciones previas y el proceso en sí, donde hay mucho margen de mejora. Las soluciones no son fáciles, pero ninguna ley “va a acabar con la impunidad”, como se ha dicho. Sin embargo, esta nueva ley sí incluye medidas de tipo preventivo, políticas sociales y de atención a las víctimas que deberían reivindicarse, como que se pueda acceder a ayudas sin necesidad de denunciar o que se extienda la protección a mujeres que no tienen papeles. Pero apenas se ha oído hablar de estos temas que no caen en la órbita del pánico sexual.
Todo el ruido mediático parece que se va a traducir en otro aumento de penas. Los terrores sexuales siempre acaban desembocando indefectiblemente en engrosamientos penales que perjudican a toda la sociedad y que tienen un evidente sesgo de clase –las cárceles son almacenes de pobres–. Por eso las feministas necesitamos reflexionar sobre la manera en la que queremos transformarla. Si el #MeeToo ha producido cambios culturales imprescindibles, también ha sido instrumentalizado por los partidos que dicen hablar por nosotras cuando legislan mediante lógicas punitivas. Quizás tenemos que decir más alto y más firme: “No en nuestro nombre”.