La escuela pública ha vivido un mes de marzo convulso por las cinco jornadas de huelga que convocaron los sindicatos en el momento en que el conseller de Educación anunció que el inicio del curso próximo se avanzaría una semana. La medida tuvo el rechazo frontal de los representantes de los trabajadores, que la consideraron inaceptable y advirtieron que la combatirían con movilizaciones y huelgas. Poco después, ante la evidencia de que parar la escuela pública por eso no era entendido por la inmensa mayoría de las familias ni por una parte de los docentes, se apresuraron a vestir las protestas con una lista de reivindicaciones de todo tipo.
Ha pasado el mes de marzo y, con un éxito desigual, se han sucedido las jornadas de huelga y hemos percibido el ruido, pero es muy complicado saber qué es exactamente aquello que ha motivado las protestas. Entre las demandas, sin duda legítimas, se han mezclado aspectos relacionados con los derechos laborales con cuestiones de política educativa. No hay que decir que en el primero de los aspectos, los sindicatos son los que tienen que tomar el protagonismo porque tienen como función intrínseca la defensa de los derechos y las condiciones laborales de los docentes, pero ya es más discutible que en aquello que afecta la política educativa se erijan en los interlocutores de toda la comunidad educativa.
Como también pasa en otros muchos sectores, con el paso del tiempo los sindicatos han querido quitar protagonismo a otros agentes sociales o han querido sustituir otras formas de participación e interlocución entre las administraciones y los ciudadanos. No hay que decir que las organizaciones sindicales hacen bien de posicionarse en todos los aspectos que consideren convenientes, pero tampoco es discutible que su función principal tiene que ver con la defensa de los derechos de los trabajadores. Definir la política educativa, la política sanitaria o la política de seguridad no corresponde a los sindicatos, sino a los partidos políticos, a los Parlamentos y a los gobiernos.
En el conflicto con el departamento de Educación da la impresión que todas estas demandas han quedado confundidas entre sí y, a veces, detrás de demandas relacionadas con la política educativa en realidad había demandas de carácter estrictamente laboral. Por eso, después de un mes de movilizaciones, a la mayoría de ciudadanos nos cuesta mucho saber por qué se han hecho estos días de huelga, porque no ha sido fácil entender las reivindicaciones. Y pedir la dimisión del conseller de Educación es una cuestión que forma parte del paisaje. De hecho, no debe de haber habido ninguna legislatura en que esto no haya pasado en más de una ocasión, hasta el punto que parece una finalidad en sí misma. Quizás esto explica que los sindicatos no hayan asistido a las cinco últimas reuniones de negociación a las cuales estaban convocados.
Cuando se debate sobre las condiciones laborales de los maestros, a menudo se produce una especie de partido de tenis entre los que defienden que se les somete a una exigencia desmesurada y los que consideran que tienen unas condiciones de privilegio. En este debate, más allá de las percepciones que pueda tener cada cual, sería muy deseable poner datos para poder entender cuál es la realidad exacta porque, sin esto, todo el mundo utiliza los tópicos a conveniencia.
No tengo la impresión de que después de las huelgas vividas este mes de marzo la escuela pública catalana esté en una mejor situación. Antes de que empezara toda esta movida ya se habían hecho públicas algunas medidas que pueden ser efectivas para mejorar la calidad educativa. Una de las más destacadas es la reducción del número de alumnos por aula, que en el primer curso de educación infantil será de un máximo de 20 alumnos. Y también se ha concretado la extensión de la gratuidad de la escolarización de los alumnos de 2 a 3 años, lo que tiene que ser un factor que contribuya a reducir desigualdades.
En pleno periodo de preinscripción escolar para el curso que viene, todo el ruido que se ha producido seguro que no ha ayudado nada la escuela pública, cosa que comprensiblemente han aprovechado las concertadas para explicar sus proyectos a las familias, y eso que las condiciones laborales de sus maestros y profesores no son más favorables que las de la pública.
Ya sé que este artículo no gustará a todo el mundo. Me conformo que los que lo critiquen lo hagan, quizás con razón, después de haberlo leído. En todo caso, es mi opinión, tan respetable como la contraria, pero la escuela y la educación me parecen demasiado importantes para usarlas de munición política y tengo la sensación que con el lío del mes de marzo ha perdido todo el mundo. Quien más, los alumnos.