Muerto y enterrado

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El Patio de los Naranjos en el Palau de la Generalitat en una imagen de 2018.

Había inquietud en el ambiente. Un escozor que de repente mutó en un sentimiento de agravio. Enric Juliana empezó a hablar del “català emprenyat” en sus artículos y la expresión hizo fortuna porque, al inicio, era muy poco política. El caos en Cercanías, los peajes, un aeropuerto low cost, los primeros estragos del turismo. Luego vino la crisis financiera, los recortes, la minorización de la lengua, y quien galvanizó todo este mar de fondo fue, ay, el independentismo. Era un movimiento políticamente inmaduro pero con fuerza insospechada en la sociedad civil.

Pero después de años de movilizaciones, el Procés ha fracasado porque, pese a conseguir cuatro mayorías absolutas consecutivas (2012, 2015, 2017 y 2021), no ha sentado al gobierno español a negociar un referéndum. Habría sido necesaria una presión popular continuada (la gran ocasión perdida del 3 de octubre), el apoyo –o al menos la neutralidad– de los grandes agentes económicos y una cierta intervención europea. En ausencia de estos tres elementos, el gobierno de Puigdemont y Junqueras se vio abocado a un callejón sin salida, resuelto de la peor manera posible. Luego vino la represión, los reproches mutuos, la doble institucionalidad, y el movimiento dejó de ser operativo. También se produjo un rearme del españolismo, que respiró tranquilo cuando jueces y policías le quitaron las castañas del fuego. Y la opinión pública –ya se sabe– pasó del fervor a las risitas condescendientes hacia un proyecto que de repente era ingenuo, desgarbado, divisivo, etc.

Hoy se vota, y la gente de orden pide "pasar página" y "hablar de lo que realmente importa". Es un clamor para que el catalán siga cabreado (emprenyat), pero no cabree. Los represores, con su rostro más amable, se sentarán en el Parlament junto a los reprimidos. Nadie quiere ser tildado de “procesista”. Pero para muchísima gente de ese país, el Procés habrá sido la experiencia política más vívida, más auténtica de su vida. Porque tuvo una base profundamente cívica, progresista e integradora. Generó un debate sobre el modelo de país que, de haber podido desarrollarse de forma ordenada, entre catalanes, habría resultado provechoso. La derrota vino cuando las instituciones españolas decidieron que no había nada que debatir, y activaron la represión con la complicidad de quienes habían perdido en las urnas. Una herida que costará cerrar.

El balance es agrio. Porque la imposición de la razón de Estado sobre la autodeterminación ha llenado el país de malhumorados que han optado por la vía de señalar a traidores, abrazar fantasías, refugiarse en la abstención o, en el peor de los casos, flirtear con la extrema derecha autóctona. La parte más activa y comprometida del país, que es la que sacó adelante el Procés, es hoy una masa desorientada a la que le han hecho perder la fe en la democracia, algo que no tiene perdón. ¡Qué cinismo el de los partidos y los medios españoles, que hoy se preguntan, expectantes, si mañana habrá o no mayoría absoluta independentista! ¿Acaso le han dado algún valor, en la última década, al sentido del voto de la población catalana?

Y sin embargo, no somos un país tan diferente al de 2010. Catalunya es una olla de grillos, pero una olla de grillos granítica, mientras que la coyuntura es delgada como una capa de cebolla. El catalanismo reformador es persistente, y la centralidad española cada vez tiene menos que ver con la nuestra. La mayor ingenuidad es pensar que el fin del Procés es el fin del conflicto. Por lo tanto, que no se alteren más de la cuenta los ilusos enterradores de los que hablaba Francesc Pujols. Cada proceso, por definición, consta de sucesivas etapas. Y la próxima –quizás con otras caras y otras formulaciones– tendrá mucho que agradecer a la anterior.

  

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