La ola ganadora, que asiste con palomitas y cierta satisfacción al despliegue por fascículos del nuevo aterrizaje de Donald Trump en la Casa Blanca, mira con expectación la sacudida que puede llegar desde el otro lado del Atlántico para desestabilizar a la Unión Europea.
La victoria electoral de la disrupción trumpista y la euforia desreguladora de los mercados que lo celebran parecen certificar la debilidad de una Unión Europea enviada ya, para algunos, al lado equivocado de la historia.
Europa está desconcertada y dividida. Su dependencia cada vez mayor de China y la amenaza de unos Estados Unidos hostiles dibujan un panorama complicado para una Unión condenada a quedar atrapada en la confrontación comercial y tecnológica entre Washington y Beijing.
“Europa se está muriendo”, sentenciaba en X, hace solo unos días, Elon Musk reproduciendo el mapa de la crisis de fertilidad que vive el continente. Cierto, la UE solo representa hoy poco más del 5% de la población mundial, cuando a principios del 1900 los europeos eran una cuarta parte de los habitantes del planeta. China también tiene un grave problema de envejecimiento de su población; y el crecimiento demográfico de Estados Unidos depende totalmente de las minorías, y especialmente de los hispanos, que representan el 90% del crecimiento total de población estadounidense y también la parte principal de los 10 millones de ciudadanos amenazados por la deportación masiva que anuncia el presidente electo.
El desequilibrio más importante del planeta en estos momentos es el desequilibrio demográfico. El reparto desigual de personas y de riqueza. La inseguridad alimentaria ha alcanzado nuevas cotas, y la pobreza extrema ha vuelto a crecer desde la pandemia del covid-19.
Desde el 2020, los cinco hombres más ricos del mundo –cuatro de ellos, magnates tecnológicos de Estados Unidos (Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Larry Ellison)– han duplicado su fortuna. Durante el mismo período, casi cinco mil millones de personas en todo el mundo se han vuelto más pobres. Según Oxfam, al ritmo actual se necesitarán 230 años para poner fin a la pobreza.
La desigualdad demográfica, agravada ahora por unas políticas antiinmigratorias contrarias al derecho, supone una crisis global, no solo europea. No existen ganadores en la autodestrucción.
Pero ahora la lógica corporativa, personificada en Elon Musk, está a punto de tomar el control del Despacho Oval –si esa alianza de conveniencia que ha forjado con Trump es capaz de superar el test de resistencia de sus respectivos egos–. Unas relaciones internacionales que ya se habían hecho transaccionales se preparan para adaptarse a la imprevisibilidad de la nueva administración estadounidense. “Esperamos que no haga en la democracia estadounidense lo mismo que hizo en Twitter”, ironizaba el ministro de Asuntos Exteriores francés, Jean-Noël Barrot. Ironía para esconder el miedo.
Para la Unión Europea se trata de un desafío existencial, que va más allá del peligro de la irrelevancia. No, Europa no se está muriendo: pero lo que sí está amenazado de muerte –para seguir con los malos augurios de Musk– es el sistema internacional fundado en 1945, que se basaba en promover la democracia a nivel interior y el multilateralismo a nivel exterior. La nueva realidad global obliga a superar ese statu quo post Segunda Guerra Mundial que ya no se ajusta al poder de las nuevas potencias. Pero, ¿quién tiene hoy la capacidad de imaginar una nueva arquitectura global y el liderazgo para buscar los acuerdos necesarios para su edificación? En un momento en el que la democracia pierde terreno frente a las tentaciones autoritarias y el exceso de individualismo, y los consensos globales en favor de una gobernanza compartida son cada vez más débiles, la vieja Europa vuelve a sentirse vulnerable. “No estamos preparados, y solo podemos culparnos a nosotros mismos”, aseguraba recientemente un miembro de la CDU alemana en un debate en Chatham House.
Lo que está en peligro desde hace tiempo es Europa como historia de reconciliación y progreso social. Es la Europa del consenso –por muy burocrático, desalentador y alejado de la realidad que pueda parecer a menudo–. La fortaleza de la UE la determina, en primer lugar, la voluntad de sus Estados miembros. Son ellos –y no Trump– quienes han debilitado las capacidades de la Unión.