Observar Europa con mentalidad abierta

Mateo Salvini y Giorgia Meloni en el Parlamento italiano.
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Las valoraciones en caliente que se han realizado de las elecciones europeas han quedado más atrapadas en las previsiones catastróficas que se habían hecho que en los resultados realmente obtenidos. Por no entrar en más cifras, que la suma de los tres grupos centrales y más votados –conservadores, socialdemócratas y liberales– sólo haya perdido un 3,5% de representación debería haber moderado las visiones apocalípticas sobre la composición final del Parlamento Europeo. Y lo mismo ocurre si sumamos los resultados de los grupos dedos de extrema derecha (CRE, ID y otros), que sólo crecen cerca de un 3% respecto a 2019, aproximadamente del 22% al 25%.

Entonces están los casos particulares que necesitan interpretaciones locales. Francia es un caso especial que, a menos que queramos criminalizar a la mayoría de franceses, nos obliga a revisar las categorías clasificatorias con las que calificamos a los partidos. No es creíble que casi un 40% de franceses piensen que han votado a la extrema derecha. ¿Y cómo es que mucha inmigración vota a Le Pen? En cuanto a Italia, no puede ser un 36% crea que vota a la extrema derecha. Ni es el propio Salvini que Meloni. Repito lo que ya he sostenido en algún artículo anterior: el eje derecha-izquierda ya no tiene la linealidad que se le supone, y queda atravesado por otros ejes que siguen lógicas políticas distintas, que permiten decisiones más complejas al elector y que hacen obsoletos los esquemas clásicos de análisis.

Uno de los grandes riesgos de enviar a un 25% de los europeos a la extrema derecha es provocar reacciones tanto o más autoritarias que las de estos mismos partidos. Ya he podido oír opiniones nada despreciables de personas que consideraríamos progresistas que muestran su desconfianza en un sistema democrático que permite que se incorporen voces que consideran inaceptables. Es decir, no creen que se pueda combatir el autoritarismo y la xenofobia con mayor radicalidad democrática. Entonces se cierra un círculo vicioso: la extrema derecha que nace del miedo y el miedo a la extrema derecha se encuentran juntas a la hora de desconfiar de la democracia. ¡Mal asunto!

No comparto nada la idea, pues, de que el autoritarismo de unos se pueda combatir con el autoritarismo de otros. De ninguna manera doy por perdida la capacidad de quienes representan a las mayorías sociales democráticas de defender con argumentos –y no con cordones sanitarios– los principios que fundamentan una democracia con autoridad pero sin autoritarismos. Pienso que todas las políticas de inclusión perderían su credibilidad si fueran defendidas por quienes encuentran legítimo excluir del debate público una parte relevante de la ciudadanía. Y tengo la convicción de que tratar una parte significativa del voto como de extrema derecha o de voto fascista no sirve para detener su expansión –suficientemente que lo vemos– sino que, por el contrario, banaliza y normaliza estos calificativos.

Quizás se puede entender –no justificar– que en períodos de combate electoralista exista la tentación de simplificar la complejidad del debate político demonizando al adversario. Pero ahora que –quién sabe– puede haberse cerrado ese ciclo electoral, sería el momento de pasar a miradas más sutiles. Unas miradas que permitieran atender lo que con tanta ligereza atribuimos a falsas percepciones de inseguridad, a miedos supuestamente injustificados, a vagas causas estructurales oa populismos manipuladores. ¿Y si existen razones objetivas para sentirse inseguro o tener miedo en determinadas circunstancias? ¿Y si ciertas prevenciones sociales no se deben solo a prejuicios maliciosos?

Desde mi punto de vista, ya es hora de que el análisis social y político y la información que se deriva abandonen la superioridad moral y condescendiente. Es hora de que nos enfrentemos a la discrepancia política sin sesgos matones. Y es hora de que el debate público gane credibilidad atreviéndose a describir la realidad con objetividad, sin subterfugios y, cuando sea necesario, con toda crudeza. Sólo así puede volver a acercarse la política a la calle, hacerla relevante y mostrarla capaz de responder a los intereses colectivos.

Las elecciones al Parlamento Europeo proporcionan una oportunidad única para realizar análisis comparados de los resultados según las variables más significativas de cada país y región –demográficas, económicas, culturales, sobre los tipos de liderazgos políticos...– y sacar conclusiones útiles. Eso sí: con mentalidades más abiertas a la comprensión de la complejidad que al juicio simplificador y anatematizante.

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