
El arco fue una tecnología maravillosa, pero inútil para un manco. Las tecnologías eran prótesis antropológicas que amplificábamos lo que ya éramos. Amplificaban la capacidad de visión por medio de gafas, telescopios y microscopios. Pero cuando parecía que un ciego nunca podría conducir un coche (no puede amplificarse la ceguera), apareció el coche sin conductor, que anuncia la gran sustitución (no solo ampliación) tecnológica de nuestras capacidades.
Hoy la tecnología parece desubstancializar al mundo. Cualquier aparato comprado hoy ya ha sido superado en los laboratorios por una nueva versión. Toda novedad es un reto, un punto de partida de un movimiento que no busca lo bueno, sino lo nuevo. Lo bueno es poco comercial, porque perdura. Al dejar lo que estamos en manos de lo posible nos encontramos abocados a perspectivas inquietantes de lo que podemos llegar a ser. Somos interinos condenados a no disponer jamás de una plaza definitiva. Todo el mundo que se crea competente en el campo que sea se encuentra en camino de dejar de serlo.
Somos seres que consumen rápidamente su presente, convertido en fast food. La obsolescencia que nos persigue. El transhumanismo parece estar cerca. Y, sin embargo, no somos felices. Más bien nos mostramos cada vez más reacios hacia nosotros mismos, porque miramos donde miramos nos encontramos con progresos parciales evidentes (piensen en la medicina, la farmacia, la física, las ingenierías…), pero su suma no es suficiente para un Progreso en mayúscula, un progreso optimista, como el de nuestros bisabuelos. Parece que el progreso se ha hecho melancólico. Miremos con recelo el futuro. Desconfiamos de nuestra capacidad para ser unos gestores eficientes de nuestros propios intereses. Incluso ronda la sospecha de que detrás de cada innovación puede esconderse una catástrofe.
¿Soy demasiado pesimista?
¡Ojalá!
Sin embargo, todo parece indicar que Ulrich Beck acertó al describir nuestra sociedad como "sociedad del riesgo". Cuanto más complejas son nuestras tecnologías, más dependemos de ellas, y como avanzan con mayor velocidad que nuestra capacidad para prever sus consecuencias, siempre nos encontramos en fuera de juego. Las grandes compañías tecnológicas sufren un alto grado de daltonismo: solo ven el futuro del color de sus planes estratégicos, pero muchos educadores se los hacen suyos y dibujan con ellos las competencias de sus alumnos. Son los mismos que nos están bombardeando con la absurda tesis de que la memoria ha perdido relevancia pedagógica porque todo está en internet. Según mi forma de verlo, este es, exactamente, el drama. En internet está todo: bueno y malo, verdad y mentira, sublime y ridículo, biología y pornografía, amistad y abuso, ingenuidad y perversión... Tanto encontramos instrucciones para escribir un soneto como para elaborar una bomba. Todo está en internet, en efecto, todo... salvo el criterio, que es lo que convierte la información en valioso conocimiento. Mi criterio está dentro de mí o no está en ninguna parte. Cuanta más información esté a nuestro alcance, menos valor tendrá; lo que va a ser cada vez más valioso será la información filtrada (el conocimiento, es decir, el petróleo del futuro).
"Quien queriendo ir de un sitio a otro no deja de dar vueltas, ¿sabe dónde va?" Esta pregunta la hizo Sócrates hace dos mil quinientos años, y no puede ser de más actualidad. ¿De qué nos sirve un coche sin conductor si no sabemos a dónde ir? ¿De qué nos servirán las exomemorias si las llenamos de informaciones sin criterio?
Daniel Dennett abre así su libro Bombas de intuición: "Pensar es difícil. Pensar sobre algunos problemas es tan difícil que solo pensar en pensar te puede provocar un dolor de cabeza". Cierto. El camino empinado que conduce a la verdad compite con cada vez más desventajas, con caminos mucho más seductores y sencillos. Por eso la atención es el nuevo cociente intelectual.
¿Estamos a las puertas de un tiempo en el que cada uno tendrá que decidir si ser humano o dedicarse al derroche intelectual? ¿O hay que confiar ciegamente en la Paradoja de Moravec?
Heidegger decía que la esencia de la técnica tiene poco de técnico. No es el conjunto de herramientas tecnológicas, sino la forma en que el mundo moderno se nos muestra, la forma en que la realidad, incluido el ser humano, se presenta a nuestra manipulación. En el vocabulario tradicional de la filosofía, el concepto de persona se refería a la máscara que daba forma al misterio que somos. Pero para el hombre del régimen tecnológico no hay misterios en ninguna parte, sino límites a sobrepasar, competencias por ampliar. Ahora bien, un yo totalmente sometido a la manipulación y al cálculo... ¿seguirá siendo un yo?