¿Cómo se verá mañana el Proceso y el proceso que llevó al Proceso? ¿Cómo serán recordados sus principales protagonistas? Es imposible saberlo. Por el momento, sabemos que los resultados son los que son. En las presentes circunstancias, es lógico suponer que, de Pujol a Puigdemont, pasando por Mas y otros, algunos –si no todos–, se pedirán cómo será recordada su huella.
La preocupación por la posteridad se manifestaba ya en los años efervescentes del Proceso. "Estamos haciendo historia", se llamaba a menudo. En la prensa, desde posiciones confrontadas, las menciones a la posteridad eran entonces habituales. "No cabe duda de que si Mas consigue el estado propio, y luego pliega, tendrá plaza fija en la posteridad", escribía Toni Soler. "La estampa de Torra surfeando en el tsunami queda para la posteridad, como en un parque monotemático", escribía Ramon Miravitllas. La lista de menciones podría seguir…
Sobre la posteridad debe ser realista. Hay personas que afirman que el recuerdo que dejen no les interesa. Otros dicen que sólo piensan en ello de vez en cuando. También los hay obsesionados con el tema. Me parece que los menos sinceros son los primeros: debe ser muy raro para tener ganas de ser olvidado, o de dejar un mal recuerdo. Además, de forma consciente o no, quien más quien menos tiene la esperanza puesta en alguna rectificación póstuma. Quienes se han sentido mal comprendidos o poco reconocidos quisieran serlo en el futuro; quienes se sienten en falta o culpables, por causas reales o imaginadas, esperan ser excusados y absueltos.
Los más empeñados en el asunto de la posteridad suelen ser los gobernantes. Es sabido que Emmanuel Macron, el presidente francés, interpela a menudo a sus interlocutores con un preocupado "¿que se llamará de mí?" No es un caso único, es lo mínimo que puede decirse.
Ahora bien: cuando esa inquietud es insistente y va acompañada de protestas de modestia, el efecto es deplorable. ¿Qué pretenden que les digan? ¿Qué tendrán una unánime aclamación póstuma? ¿Monumentos? Esta preocupación de quienes han gobernado puede tener, al menos, dos respuestas. La primera es que, mientras dure el recuerdo, lo seguro es que habrá división de pareceres, más o menos como cuando ocupaban el cargo. La segunda es empírica y analgésica: se habla mejor de los muertos que de los vivos, salvo contadas excepciones, ganadas a pulso.
Pese a estas constataciones elementales, siempre hay quien se empeña en monumentalizarse, en fabricarse una posteridad a medida. Un caso notable es el de François-René de Chateaubriand, escritor monumental y político detestable. Dejó dicho que quería ser anónimamente sebollido. Asimismo indicó que quería ser enterrado en un determinado islote, de cara al mar ya las tormentas. En la sepultura no está su nombre, sino esa inscripción campanuda: "Un gran escritor francés ha querido reponer aquí, para escuchar el mar y el viento. Caminando: respeta su último deseo". En sus memorias, Simone de Beauvoir escribió: "La tumba de Chateaubriand nos pareció tan ridículamente pomposa en su falsa sencillez que, para marcar su desprecio, Sartre meó sobre ella". No hace falta llegar a estos extremos, pero esta mezcla sepulcral de falsa modestia y vanidad fuera de tamaño resulta insoportable.
Conectada a la preocupación por la posteridad se plantea la cuestión del juicio de la historia. Aquí, el referente es la reflexión del presidente Companys en el consejo de guerra que le condenó a muerte: "La historia nos juzgará a todos en nuestra intención".
También en esto se impone el realismo. En una conversación de 1982 con un jurista italiano, Carl Schmitt le decía: "Sobre todo, tome nota de eso: «Le vaincu écrit el historiador», es el vencido quien escribe la historia. No el vencedor". Schmitt pensaba la política como confrontación amigo-enemigo, y por tanto veía la historia en términos estrictos de vencedores y vencidos. Por otra parte, sabía que las percepciones históricas no son estables y cambian a lo largo del tiempo.
A corto plazo (vae victis, ay de los vencidos), los vencedores imponen su historia. Pero después los vencidos, o sus herederos, se sienten movidos a poner los puntos sobre las is, a combatir la versión dominante, a reescribir la historia "a contrapelo" de la dominante, como proponía Walter Benjamin poco antes de suicidarse en Portbou. Un ejemplo: Joaquim Albareda, autor de un gran libro de referencia sobre la Guerra de Sucesión (1700-1714), ha escrito que "disponemos de multitud de estudios para Cataluña y Valencia, y algunos para Aragón, mientras que por en buena parte de los territorios de la Corona de Castilla queda un largo camino por recorrer".
La actual multiplicación de estudios de género y postcoloniales, con todas las pugnas culturales y políticas que generan muestra el enorme alcance de estas dinámicas, que generan transformaciones y cambios de rumbo de las mentalidades y sensibilidades colectivas. En estos terrenos movedizos trabajan los historiadores y se mueve la política.
Citando unos versos del poeta cubano Nicolás Guillén, que evocan la esclavitud ("¿Cómo olvidaremos / lo que los nubes aún pueden recordar?"), el historiador Pierre Vilar decía que "la historia está hecha de lo que unos querrían olvidar y otros no pueden olvidar". No es ésta una constatación fatalista. Al contrario: señala la necesidad de una historia que acerque al máximo a la verdad del pasado y desmonte los intentos de posteridad fabricada.