Volvemos a tener un debate en torno a infraestructuras que se implementan en el territorio rural, en este caso la posible construcción de la mayor central de biogás de Cataluña, que ocuparía unas 10 hectáreas de terreno agrícola de máxima calidad en el pueblo de la Sentiu de Sió. Escuchando a la población que la rechaza (poblesvius.cat), parecen tener argumentos suficientes para hacernos dudar del discurso oficial que considera necesaria esta planta dedicada a generar gas a partir del tratamiento de purines de explotaciones ganaderas y de otros residuos. Argumentan falta de transparencia y una insólita rapidez en la tramitación de los permisos que impide la información y participación debidamente de la población afectada; hablan de la desmesura del proyecto, quince veces mayor que otras centrales similares que ya existen en Cataluña y seis veces mayor que las que podemos encontrar en otros países de Europa; de los beneficios que finalmente terminarán en manos de los especuladores que controlan el fondo de inversión danés que financia parte del proyecto; de una previsión anual de 21.000 camiones arriba y abajo por el territorio; de una chimenea de 65 metros de altura... Pero, aparte de todos estos razonamientos "técnicos", pienso que, ante este proyecto, como está ocurriendo en la mayoría de los que vienen impulsados por la llamada "transición" ecológica", hay que prestar atención a los adjetivos del envoltorio de presentación: circular, sostenible, renovable... y en quien lo ha envuelto.
Porque lo que tenemos enfrente es un claro ejemplo de "maquillaje verde". El mantra que acompaña a esta iniciativa —es un proyecto de economía circular que quiere aportar soluciones sostenibles a los problemas medioambientales de la industria porcina y generar energía renovable— es sólo una frase hecha para no cambiar nada sustancial. Es evidente que el quemar purines y cadáveres de animales de un sistema porcino industrial sobredimensionado y globalizado como el que tenemos en Cataluña no resuelve el conjunto de graves problemas que genera. No sólo tenemos la cuestión de los purines, también tenemos otras muchas que quedan intactas: la deforestación por el cultivo de soja en Sudamérica, el consumo de agua de estas producciones o las emisiones que genera todo el sistema (algunos cálculos advierten que pueden llegar al 20% del total de gases de efecto invernadero en Cataluña). Como también queda intacta la no circularidad de un sistema productivo lineal que continuará empezando en tierras sudamericanas y terminará igualmente en China, por mucho que en medio tengamos una instalación para hacer gas a partir de los purines.
El disfraz de "renovable" tampoco es válido. Tanto el cultivo de la soja en Sudamérica como los campos de cereales que tenemos en nuestro país para la elaboración de los piensos son monocultivos mayoritariamente dependientes de fertilizantes minerales que acaban esterilizando la tierra y dejándola infértil. De hecho, si realmente queremos acabar con los problemas de la industria porcina intensiva, ¿no es más lógico reducir el número de cerdos, que supera ya los 8 millones? La búsqueda de la verdadera sostenibilidad y circularidad implicaría poner en marcha un plan de acompañamiento a la reducción de la producción de carne de porcino y que estas granjas industriales puedan reconvertirse en otros modelos productivos como pequeñas unidades ecológicas ligadas a las producciones agrarias propias del territorio, como hemos visto en el reciente Sin ficción en el que se presentó el ejemplo de la finca Entonces en el Empordà.
La mirada urbanocéntrica —tan propia de nuestra civilización— de quien impulsa este proyecto no toma conciencia de que lo que proponen es exterminar no sólo un espacio, sino también una cultura, unas prácticas y una memoria en la que podemos reflejarnos para inspirar las verdaderas transiciones a emprender para encontrar las formas correctas de vivir en este planeta. Me refiero a sabernos parte de la naturaleza y no a sus dueños, a recuperar comportamientos de comunidad, a la simplicidad... a una manera de vivir que Vanesa Freixa define en su reciente libro como "ruralismo".
Esto lo han entendido muy bien en Francia, como estamos viendo con el despliegue de Los Alzamientos de la Tierra, un movimiento campesino y ciudadano capaz de aglutinar en una sola acción a 30.000 personas para detener este tipo de proyectos industriales y extractivistas. "Somos la tierra defendiéndose a sí misma", dicen. Quizás este tipo de acciones es lo que toca, si no queremos "tener una película de Alcarràs en cada pueblo", como dice la Plataforma Pueblos Vivos.