«Exiliado | Adj. Expatriado, generalmente por motivos políticos»
Real Academia Española de la Lengua
Una silla vacía en la redacción de La Directa. Una silla vacía en la mesa del Parlament. Una silla vacía en la sede de Òmnium Cultural. Una silla vacía en un hogar de Gerona. La segunda ola de exilios conocida la semana pasada, que opera como la vuelve perversa de la amnistía, son demasiadas cosas a la vez. La enésima prueba de hasta dónde llega, ya quien puede pillar, la represión en el ecosistema democrático, que va de un periodista de investigación a un emprendedor, de un diputado a un editor, de un presidente de la Generalitat a la secretaria general de una formación política. Pero también sobre qué parámetros excepcionales resistimos y cuál es el momento preciso que afrontamos. El exilio –escribía Joseba Sarrionandia– es encerrarse en un armario y tener miedo de que nadie lo abra y, a la vez, que alguien lo abra. Se sabe con exactitud qué día arranca, quedando grabado en cada cuerpo en qué momento se tomó la decisión. Pero nunca se sabe a ciencia cierta cómo y cuándo acabará –pero siempre acaba, la cuestión es a qué precio y después de cuántos años–. Sin embargo, en estos momentos en los meandros turbios de la futura aplicación de la ley de amnistía, nadie sabe cuándo volverán Jesús, Oleguer, Rubén o José –y Jaume o Nico–. Como hace siete años –dos mil trescientos días ya– que sí sabemos que todavía no han vuelto ni Carlos, ni Marta, ni Toni ni Lluís.
La cuestión, en medio de la contienda electoral permanente, es nítida: otros cuatro ciudadanos catalanes se han puesto bajo la protección de la comunidad internacional. Lo decía el otro día, en estos términos cartesianos y completamente ajustados a derecho internacional, el abogado enebrino Olivier Peter, del equipo jurídico europeo de Òmnium Cultural. Que lo dijera desde Perpiñán, en la Catalunya Nord, al otro lado de las Alberes, no tiene nada casual. Republicanamente, es poco metafórico si se escribe al día siguiente de un 14 de abril que finalizó con 200.000 catalanes exiliados, de un exilio republicano que afectó a más de 500.000 personas –353.000 atravesando los Pirineos– y muchos de ellos nunca no volvieron. Olivier, que sabe perfectamente de lo que habla, no le faltaba ninguna razón cuando sostenía que las personas exiliadas se ponían bajo la cobertura internacional ante la ausencia de seguridad jurídica española y la presencia de una garantizada arbitrariedad de estado. No le faltaba ninguna razón, porque así ha sido en los últimos siete años, que pronto es dicho, respecto a quienes emprendieron el incierto camino del exilio en el 2017 –así en Schleswig-Holstein como en Sassari, así en Bruselas como en Ginebra–. En la hiperevidencia paradójica, constante y estructural que el exilio corre libre por Europa, salvo en el Reino de España. Y que puertas afuera han reencontrado los derechos amenazados que habían desaparecido puertas adentro.
Dialéctica de la persecución, cada silla vacía contrastará siempre con las sillas ocupadas. Donde se sientan los que titularon hace siete años un PDF judicial con el nombre de Más dura será la caída. Aquellos que se sientan en los cuarteles tricorniales y desde donde redactan informes, con sueldo público y completa impunidad prevaricadora, por inventar terrorismos donde sólo existen derechos democráticos fundamentales. Al fin y al cabo, aquellos que se sientan en despachos de otras instancias y diseñan, planifican y ordenan que los nuevos exiliados se conviertan en los rehenes de una parte de los aparatos del Estado que no aceptan las decisiones del poder legislativo y tratan de convulsionar, negar y desquiciar la soberanía legislativa. De todo ello, en extrema síntesis, salvando todas las distancias –que son muchas– pero ubicando cercanías, resulta una constante histórica dual. Que no existe una sola generación de catalanes y catalanas que no conozca distintas formas de represión, prisión y exilio, bajo períodos tan distintos e incomparables como una guerra criminal, una dictadura fascista o una democracia formal en resaca de deriva autoritaria. Y también, inversamente proporcional, que no hay generación sin inquisidores en los butacones del aparato del Estado –en modelos políticos tan distintos como una guerra fascista, una dictadura criminal o una democracia formaleta–. Parábola para despistados: que la gente se exilie en dictadura es tristemente habitual; que lo haga bajo presunta democracia, todo lo contrario y extraño como prueba del algodón. Con todo, lo cruel, lo banal y lo mediocre es la deshumanización embrutecedora y la risa sádica de algunos ante el sufrimiento ajeno: de la rueda de prensa en la que Ciudadanos anunciaba que aceptaba el debate electoral con Puigdemont siempre que fuera en videoconferencia y desde una celda de una prisión española en esta primera denuncia contra TV3 en la Junta Electoral por el uso de la palabra exiliado. Los más espanyolistas no consultan ni siquiera a la Real Academia Española de la Lengua –la misma, por cierto, que certifica la unidad de la lengua catalana– y que sitúa como sinónimo deexiliado las palabras desterrado, expatriado o refugiado.
Sin embargo, lo más grave es que cuando hablamos de todo esto estamos hablando de una tipificación por terrorismo. Tanto han apretado el cerco demofobico que sólo queda el contracorte, que diría Brossa, como contragolpe. Clarifiquémonos. Han dejado tan poco margen que habrá que calificar de terrorista la definición de terrorismo que utilice el juez salvapatrias de turno. Habrá que afirmar sin desfallecer que el único terrorismo concurrente, también etimológico si terrorismo remite a la dominación por el terror, es perseguir por terrorismo a ciudadanos activos, comprometidos y pacíficos. Habrá que decir, por respeto mayúsculo, que hablar de terrorismo en estos supuestos es un infinito insulto a las víctimas de los terrorismos. Y habrá que decir bien alto que si las carcomas del corazón del Estado lo reducen todo a terrorismo, chamuscando la democracia, todos estamos en peligro y bajo amenaza –los que lo sufren, pero incluso los que se ríen y los que lo legitiman, porque ya estamos todos en peor lugar–. Corrandes de exilio, el 12 de mayo –y cada día, no nos olvidamos– también votaremos si los exiliados vuelven o si se quedan –y cuándo y cómo–. Si se alarga o acorta el turbio compás de espera de quienes deciden, desde su poder biopolítico represivo, que vivamos en un país destartalado donde hay una silla vacía en la mesa del Parlamento. En la sede de Òmnium Cultural. En un hogar de Gerona. Y en la redacción de La Directa.