Palestinos se desplazan hacia el sur de la franja de Gaza, a pie por la carretera de la costa de Al Rashid.
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El imperio otomano cayó durante el siglo XIX en una decadencia acelerada. No podía competir con las industrializadas potencias occidentales ni podía reprimir las corrientes nacionalistas en su interior. Perdió su flanco sur (Egipto y los puertos mediterráneos) y su flanco norte (los Balcanes). Era un imperio incapaz de sostenerse por sí mismo. Un desastre.

Pero para lo que llamamos occidente, entonces el imperio británico y Francia, resultaba obvio que su desaparición iba a suponer un desastre todavía mayor, porque abría dos posibilidades. La primera era mala: implicaba su absorción por el imperio ruso y multiplicaba el poder de los zares. La segunda era peor: ni Rusia ni nadie podían controlar aquel inmenso espacio multiétnico y se abría un vacío pavoroso.

Como se sabe, acabó ocurriendo lo peor.

Antes, sin embargo, Londres y París habían hecho todo lo posible por mantener con vida al imperio otomano. Lo defendieron, por ejemplo, frente a los rusos en la cruenta guerra de Crimea (1853-1856), la primera guerra moderna con barcos de vapor, rifles de largo alcance, fotografía, telégrafos y hasta un corresponsal, William Howard Russell, del Times. E incluso trataron de mantenerlo al margen de la Primera Guerra Mundial o, como segunda opción, atraerlo hacia su bando. En las librerías se encuentran ahora dos libros, El turco, de Francisco Veiga, y Los últimos días del imperio otomano, de Ryan Gingeras, muy útiles para comprender aquel estertor final.

La Sublime Puerta de Estambul, dominada por el nacionalismo de los Jóvenes Turcos, se sintió incapaz de alinearse con un bando en el que figuraban también los enemigos rusos. Y optó por entrar en guerra del lado de Alemania, aunque ahí se encontrara con otro viejo enemigo, el imperio austro-húngaro, porque los alemanes llevaban décadas enviando asesores militares a los otomanos y estaban demasiado lejos para suponer una amenaza. La derrota de 1918 fue mortal para el imperio, aunque su defunción no se certificara hasta 1922. El último sultán, Mehmed VI, fue evacuado por los británicos y se exilió en Italia.

Edificios residenciales destruidos por los bombardeos israelíes en el campo de refugiados de Al Nuseirat, el pasado 18 de enero.

Con Rusia transformada en la Unión Soviética y ocupada con su propia guerra contra los “rusos blancos” y las potencias occidentales, el cadáver otomano quedó en manos de Londres y París, que se repartieron el territorio árabe, trazaron fronteras artificiales y acabaron inventando dos países, Líbano para los cristianos e Israel para los judíos.

Existe la creencia de que la declaración de independencia de Israel y su primera guerra contra el frente árabe (ambas en 1948) se produjeron en un contexto geopolítico más o menos asentado. Nada de eso. Aquello era un magma muy volátil. Egipto era más o menos independiente desde 1922, aunque como protectorado británico, pero Irak sólo tenía 16 años (nació en 1932) y Siria se había constituido como nación en 1946, apenas dos años antes de la guerra.

Israel, por tanto, formó parte del mosaico desde el principio. Y participó en la creación de lo que hoy conocemos como Oriente Próximo (Oriente Medio para Estados Unidos, por razones de distancia). Las Naciones Unidas habían aprobado la creación de dos estados en la antigua palestina, uno para los judíos y otro para los árabes. Israel y otro enemigo recién nacido, Transjordania (independiente desde 1946) no tardaron en acordar que el estado de los árabes palestinos no debería existir jamás.

Transjordania (hoy Jordania) se quedó con Cisjordania. Egipto, por su parte, ocupó la Franja de Gaza. La guerra de 1948 contra Israel, un país que desde el punto de vista árabe no era más que un invento neocolonial, se libró en teoría para defender los derechos de los palestinos. En la práctica, dejó a los palestinos sin tierra.

Y ya nunca hubo paz, ni durante la guerra fría ni después.

El vacío que dejó el imperio otomano no ha dejado de sufrir convulsiones más o menos fomentadas desde el exterior. Aparte de las guerras de Israel (1948, 1967, 1973), Irak e Irán se desangraron mutuamente entre 1980 y 1988, Irak invadió Kuwait y sufrió la primera invasión estadounidense (1990-1991), Estados Unidos devastó Irak a partir de 2003 y Rusia decantó a favor de la familia Asad la horrible guerra civil siria, olvidada pero aún en curso. Más o menos toda la región ha vivido bajo la sombra del genocidio, empezando por el armenio (1915-1923) y acabando, por ahora, con lo que vemos en Gaza. Israel se comporta como sus vecinos. Hay quien se empeña en considerarlo distinto, incluso mejor. No lo es. 

Enric González es periodista
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