Niños depositando cartas en un buzón.
10/05/2024
4 min

Qué, escribir este artículo. Primero, porque me pongo de lleno en el enfangado de la política institucional. Segundo, porque hablo de los jóvenes así como una masa homogénea, que es lo que no me gusta que hagan los demás, y si hablo es porque yo soy, supuestamente, uno de ellos. Todo comienza mal. Pero ocurre que en las últimas semanas voy preguntando aquí y allá, a mi entorno, a mis amigos, a mis alumnos de la universidad, qué harán este domingo, y creo que hay una impresión compartida que tiene sentido de explicar.

Empecé el trabajo de campo con la intuición -la fuente: tuits, comentarios, conversaciones de metro- que la mayoría de jóvenes no irían a votar este domingo. Debió de sumar saber, también, que en las últimas elecciones generales cuatro de cada diez jóvenes decidieron no ir. Entonces activé la búsqueda y me sorprendió chocarme con una respuesta compartida: me decían que sí que tenían intención de votar, pero sin saber a quién. Que lo decidieran a última hora. Sin embargo, sí estaban convencidos de quienes no votarían, de forma que su decisión sería más un escudo contra lo que no quieren que una defensa de lo que desean.

Y creo que aquí está lo que diferencia a los jóvenes de hoy de los que empezábamos a votar hace ocho años, decididos por proyectos políticos que encarnaban lo que nosotros considerábamos vida. Aún así, me sorprendí a mí mismo al sentirme plenamente identificado con lo que estos chicos y chicas, ligeramente más jóvenes que yo, me respondían. También compartíamos, de forma más callada, aquella inquietud que viene del imperativo moral que nos exige ir a votar y de la campaña generalizada contra el abstencionismo, que sólo sabe ver en la decisión de no votar desidia política, desinterés y pereza, como si no pudiera ser, en algunos casos, una acción política rotundísima, activa, decidida y militante, también transformadora. Pero de esto ya hablaremos otro día.

La cuestión es que hay decenas de artículos que exponen que los jóvenes de hoy son más de derechas y muchísimos otros que enumeran las estrategias con las que los partidos tratan de acercarse a los jóvenes. Ha visto los tiktoks de Collboni? La camiseta de Albiach donde dice “Catalunya potaxie”? Escuchó el podcast de Pedro Sánchez en La Pija y la Quinqui? Sin embargo, ocurre que la desconexión de los partidos es tan salvaje que no son capaces de ver que no se trata de eso. De hecho, el error está en pensar que lo que hay que hacer es acercar los mensajes de la política institucional a los jóvenes, cuando el problema es que la política institucional no toca la vida de los jóvenes. Quiero decir: no debería ser cuestión de acercar el discurso, sino que debería ser una cuestión de transformar la realidad material. Y esa distancia entre discurso y vida, cada vez más profunda e insalvable, tiene varias causas.

Una de ellas es aquella verdad que contiene el verso de Viola Garvin “la fiesta ha terminado, y las luces se apagan”. Con esto me refiero a la sensación general, entre la juventud, de que no hay causas a las que aferrarse, relatos que podamos convertir en lucha y que forjen, a la vez, sutilmente, sentido de comunidad: el feminismo se ha institucionalizado y la institucionalización ha neutralizado la transformación de base (hacer huelga el 8-M se ha convertido en una especie de ritual inocuo); ningún partido hace de la lucha ecosocial la columna vertebral de su programa (pero el mundo se quema y se deshace); la defensa de la lengua y de la cultura se plantean en clave defensiva y no propositiva (entre el lloriqueo y la culpa)... ya eso se suma, claro, la promesa rota de la década del 2010-2020, que fue por a muchos jóvenes, y yo era uno de ellos, mucho más que el deseo de hacer un país nuevo, como suele decirse: Urquinaona era el símbolo de una rabia tierna que lo quería cambiar todo, que deseaba un futuro diferente y en común. Un futuro de causas compartidas, de relatos que podían convertirse todavía en luchas. Pero no hay más triste que un deseo frustrado, ya lo sabemos.

Aún podríamos añadir como otra causa el contexto de neutralidad política y corrección moral con la que los jóvenes nos rodeamos. ¿Qué referentes se han posicionado sobre el genocidio palestino? ¿Qué cantantes politizan el uso de su lengua en los escenarios? ¿Cuántos influencers ¿denuncian abiertamente las políticas fronterizas de una Europa cada vez más racista? Parece que, poco a poco, se haya construido una realidad paralela que amansa el dolor de un presente incierto y de un futuro desesperanzador, con el apoyo de las redes sociales, que nos hacen de guarida donde ocultarnos : y allí nos atamos, dóciles, con una mezcla de cinismo y de disociación, como en un sueño dulce.

Y claro, entonces están las derechas y las extremas derechas que, en medio de ese sueño pacífico y anestesiador, saben crear un discurso de fuerza y ​​de vida que despierta a los jóvenes de la parálisis. Sí, sí: de vida. Vida autorreferencial, individualista, violenta, excluyente, pero vida, al fin y al cabo. El símbolo es el gurú Llados y su discurso radical: la cultura del esfuerzo, el deseo de riqueza, el mantra del si-vuelos-botes, bien empapado de machismo, clasismo, homofobia y xenofobia. Bien que ésta sí que es una causa compartida, un relato convertido en lucha: una manera clara de hacer que la política –un tipo de política particular– toque la vida. Y que la toque de lleno.

Muchos jóvenes no iremos a votar, este domingo, otros muchos iremos sin saber qué hacer. Habrá quien nos señale y repita la cantinela que dice que estamos desconectados, cómodos en la neutralidad y el desinterés. Sin embargo, de fondo hay una realidad compleja que late en nuestra duda, también en nuestra tristeza. Creo que tiene que ver, aunque sea tangencialmente, con todo lo expuesto. Un verso de la poeta Mayte Gómez Molina lo captura, fulgurante: “Me doy cuenta de que todo está pensado / para que olvides que los demás también respiran”. Y la pregunta, entonces, es: ¿qué nos hará descubrir que, junto a nuestro respiro, hay otros que desean lo mismo que nosotros?

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