Las noticias de los abusos sexuales supuestamente perpetrados por Íñigo Errejón y el escalofriante caso de la multiviolación de Gisèle Pelicot orquestada por su marido han sacudido a la opinión pública. Pero lo terrible es que, lejos de ser casos aislados o perpetrados por personas con patologías mentales, son fruto de una cultura de la violación y de una normalización de la violencia hacia las mujeres totalmente arraigadas. Afortunadamente, son una minoría los hombres que llevarían a cabo actos como estos, ya lo sabemos, pero esa minoría deja de ser tan pequeña a la hora de condenar con contundencia los hechos. Nunca se hacen esperar proclamas como #NotAllMen ("No todos los hombres") que, lejos de una voluntad sincera de repensarse, los enroca en un victimismo que elude su responsabilidad social. Tampoco pueden faltar los “que si el feminismo solo sabe regañar a los hombres”, “que si ella no debía haber subido al taxi con Errejón”... Seguramente es más sencillo desviar el foco de atención que comprender que no ser violador no te exime de estar ejerciendo violencia machista. Es fundamental revisarse para encontrar tantas y tantas cosas que hemos normalizado y que vulneran los derechos, libertades y dignidad de las mujeres. Y, en este acto de revisión tan imprescindible, la moda no puede quedar exenta.
La moda ha sistematizado y normalizado una serie de violencias, como la creencia de que el cuerpo de la mujer (y no el del hombre) es el que encarna la esencia de belleza (“bello sexo”). Una creencia que, lejos de ser un halago, nos ha condenado durante siglos a ser objetos ornamentales alejados de los espacios de poder. Durante el siglo XIX, avanza con paso firme el confinamiento de la mujer en el entorno doméstico, al tiempo que progresa la imposición generalizada entre las mujeres –y ya no restringida a las de clase privilegiada– de tener que cumplir unos estándares de belleza. Una imposición que llegará a su punto álgido a mediados del siglo XX, cuando el new look de Christian Dior acentúe la belleza cosificadora e inmovilizante para no alejarla demasiado de casa. Paralelamente y bajo el auge capitalista, su cuerpo se convertirá en un potente señuelo comercial, a pesar de que las sublimes fotografías de moda de Irving Penn y Richard Avedon romanticen el hecho de que las mujeres abandonen su calidad de sujeto por la de objeto.
A medida que el movimiento feminista de los años 60 cuestione la cárcel doméstica, se irá consolidando la cárcel estética, pero en un momento en el que, bajo la Revolución Sexual, adquiera un nuevo estadio. De la belleza del cuerpo vestido de las mujeres pasaremos a los cuerpos cada vez más desprovistos de ropa como punto de partida de la actual hipersexualización. Que la mujer se desnude será símbolo de una modernidad mal entendida, que acabará estableciendo que su valor social está en ser deseadas por los hombres y fotógrafos como David Bailey, Helmut Newton, Terry Richardson o Steven Meisel, algunos de los cuales trabajaban paralelamente para el sector del porno y el de la moda, pondrán las bases de la romantización de la violencia hacia las mujeres y de la estetización de la cultura de la violación en moda. Un buen ejemplo, entre otros muchos, es la glamourización de una violación en manada en la campaña de Dolce & Gabbana de 2007.
Que las mujeres, durante siglos, hayan tenido que someterse a las exigencias estéticas dictadas por los hombres –unido a la desigualdad entre sexos en derechos y libertades– ha allanado el terreno para pensar que los suyos son cuerpos al servicio de las necesidades de ellos. Un terreno del todo proclive para sistematizar un inmenso despliegue de violencias machistas. No hace falta ser un acosador sexual para tener que deconstruirte, sino simpolemente preguntarte si has participado en toda esta cultura, cosificando los cuerpos de las mujeres y vaciándolos de dignidad para alimentar las propias fantasías sexuales. Los casos Errejón o Pelicot son las puntas del iceberg que acaban trascendiendo en prensa, pero no habrían existido sin múltiples actos cotidianos, aparentemente insignificantes si los tratamos individualmente, que sumados crean el colchón cultural que posibilita que los delitos más extremos sean posibles.