Siempre me ha parecido muy acertada la frase que un día me dijo el señor Ramon Parellada –que ahora cierra su restaurante de la calle Argenteria, pero que permanece en la Fonda Europa, establecimiento que, esperemos, no cierre nunca–: “La cocina de un país tiene que tener la medida de su bolsillo”. ¡Clavado! No solo constituye una obviedad en cuanto a una conversada cocina nacional, sino que es extrapolable a cualquier actividad.
Desde hace un tiempo –que yo acostumbro a situar en la entrada del milenio, pero que tiene unas raíces previas– los catalanes hemos dejado de aplicar este principio en nuestro comportamiento cotidiano, que, tradicionalmente, estaba caracterizado por el “no estirar más el brazo que la manga”. Respecto a la cocina, no hay que decirlo. El tema, sin embargo, adquiere connotaciones dramáticas cuando nos referimos a los hábitos generados por el estado del bienestar.
Desde el punto de vista de los derechos sociales –aquellos que el estado proyecta sobre el individuo– pienso que hay dos tipos de países. Los países tocatimbales definen y proclaman derechos sin saber cómo se conseguirán ni cómo se implantarán. Esto que ahora se conoce como populismo y que, para despistar al personal, se quiere limitar a unos cuantos. Pero nosotros formamos parte de estos tipos de países porque el populismo hace tiempo que nos gobierna.
La pandemia centra el debate del estado del bienestar en la sanidad. Nuestra sanidad es de un nivel excepcional. Excepcional porque somos un país de segunda con una sanidad de primera. Ya se ve que algo chirría. Y, por lo tanto, el servicio sanitario público irá a peor, y se optará por echar la culpa a los famosos “recortes”. Porque hay una cosa que parece feo decir y que ningún político se atreve a anunciar: el país disfruta de un sistema sanitario que está por encima de lo que se puede permitir.
Y es que el estado del bienestar –un invento moderno– se pudo materializar gracias a la evolución económica lógica del capitalismo: la generación de un excedente que no se quedaba el amo. Las sociedades que iban a mejor decidieron que, como ahora sobraba un dinero del cual hasta entonces no se había dispuesto, una buena idea era utilizarlo en bienestar común. En cualquier sociedad, la gente trabaja y aquello que no necesita para sobrevivir lo destina a bienestar: comer más sofisticado, productos diversos, entretenimiento, etc. En las sociedades muy articuladas, una parte del dinero se pasa al estado para que mantenga la sanidad, la educación, etc. Quiero decir que estas cosas que hace el estado no son fruto de un derecho natural, sino de un derecho a cambio de un dinero. Y este dinero solo aparece si hay un excedente.
Para centrar ideas, les paso algunos datos del Eurostat. Si asumimos que la productividad del 2019 de la zona euro fue 100 (es decir, cada ciudadano de la eurozona produjo de media 100 unidades de lo que sea), obtenemos el siguiente panorama: Bélgica produjo 121, Francia 110, Italia 100... ¡España 93! (No considero aquí a Alemania, que produjo 100, porque arrastra, todavía, la baja productividad de la antigua república comunista). Entonces, vistas las cifras, les recomiendo una pregunta: ¿cómo podemos pretender que nuestro estado del bienestar tenga el mismo nivel que en Francia, o ni siquiera que en Italia, si no generamos el mismo excedente que ellos para poderlo pagar?
La excepcional bonanza económica vivida antes del 2008 permitió la creación de elementos del estado del bienestar que, al ser nuevos, se diseñaron de dimensiones cualitativas sin medida. La incorporación a Europa, el mercado único, la entrada de dinero a puñados de la Unión Europea, las recalificaciones y burbuja inmobiliaria consiguiente, la puesta al día de la economía española, etc. crearon un estado de ánimo social de una extravagancia muy acusada.
Algunos, empecinados, continuarán preguntándose por qué no tenemos derecho a una sanidad como la alemana o la francesa, o la belga. De hecho, por ahora, disfrutamos de una sanidad de nivel similar. Lo que no tenemos es el derecho a continuar teniéndola, porque no la podemos pagar. Nuestros profesionales sanitarios están sobreexplotados y mal pagados. Aplaudir en el balcón y no querer plantearse esta contradicción constituye un fariseísmo social de dimensiones estratosféricas. Exigir a los profesionales que trabajen por nosotros sin pagarles lo que toca, porque no podemos, es una ofensa. Tenemos que dejar de pedir derechos que no tienen la medida de nuestro bolsillo. Y si alguna vez nos queremos comparar con otros países lo tenemos que hacer en todos los aspectos. El sistema se ha hecho insostenible. Y este problema solo tiene dos soluciones. Una es renunciar al nivel de bienestar al que nos hemos habituado de forma errónea. La otra es aumentar la productividad: trabajar más y mejor.
Xavier Roig es ingeniero y escritor