Ser pionera significa abrir camino allá donde no hay, ir apartando arbustos y penetrando en espesos setos. Hay que tener un carácter decidido y ver claro donde todavía no se ha hecho la luz. Y soportar las heridas de ramas y zarzas, de espinas que vas sacándote mientras avanzas. Las que ahora nos dedicamos al oficio de escribir, a pesar de todas las dificultades que debemos afrontar ligadas a la precariedad y la incertidumbre, nos encontramos un camino ya hecho en el que no es raro que seamos nosotros las autoras. ¿Qué habríamos hecho si ninguna mujer se hubiera atrevido a pisar este terreno en otros tiempos exclusivos de los señores? Por suerte hemos podido contar con destacadas figuras que no sólo entraron en la literatura por vocación individual, sino que siempre tuvieron en cuenta el avance colectivo. Una de las autoras que irrumpieron con fuerza para romper muchos corsés en el terreno intelectual y literario fue Carme Riera, que acaba de publicar Una sombra blanca, una novela magnífica que tiene la virtud de hacer pensar, sentir y soñar, tres cosas que cuesta encontrar en una sola obra. Que Carme Riera publique novela después de siete años de no hacerlo debería ser un acontecimiento digno de recibir la atención que merecen las figuras primordiales de una literatura. Pero ay, resulta que en este país tan pequeño creemos que la vía llana que pisamos ha existido siempre y no reconocemos con suficiente entusiasmo las que la forjaron con todo en contra.
Cuando nadie hablaba del yo intimista y poético, Carme Riera elevó el nivel de generaciones enteras de lectores con su bello Te dejo, amor, el mar como prenda. Cuando la cuestión de las identidades que matan y el odio hacia el otro no ocupaban las páginas de los periódicos, la mallorquina rastreó en la historia las pesadillas que provoca la intolerancia con Dentro del último azul. Mucho antes de que las estanterías de la narrativa se llenaran de un tema tan olvidado por la hegemonía masculina como la maternidad, Riera publicó Tiempo de una espera. Y bueno, lo que también le debemos a Carme es que haya sido una autora libre que en cada momento ha hecho exactamente lo que ha querido, explorando géneros y temáticas muy diversas, convirtiéndose así en un ejemplo de cómo escapar de las constricciones impuestas desde fuera sin caer en un nuevo encasillamiento por el compromiso o la conciencia colectiva. Esto es, ser individuo sin ser individualista.
A las mujeres, por los complejos de ser una clase subordinada, nos ha costado reivindicar una genealogía propia. Si tus referentes son mayoritariamente femeninos parecerá que sólo lees a mujeres y que lo que escribes sólo está destinado a interpelar a la mitad de la población. Y claro, nosotros queremos ser escritoras normales, no escritoras femeninas. Pero el reconocimiento de las que nos han precedido es imprescindible si lo que queremos es construir una tradición literaria. En este sentido, es lamentable que tantas voces jóvenes y nuevas hablen como si nadie hubiera escrito antes que ellas, como si hubieran emergido por generación espontánea, puro adamismo meliquista y asfixiante que sirve para el ahora y el aquí y será sustituido pasado mañana por otro fenómeno que se pondrá de moda sin dejar ningún rastro remarcable. Porque ya hace años que la literatura catalana es una sucesión de nuevas voces jóvenes y virginales que son olvidadas en la segunda o tercera novela, reemplazadas a cada paso por nuevas tongadas de voces jóvenes y virginales, lo que sirve para vender libros pero no para hacer una cultura. No digo que volvamos a la veneración gerontocrática de otros tiempos, pero yo sé que debo mis palabras a las que me han precedido, que mi libertad nace de las cicatrices que las zarzas dejaron en los brazos de las pioneras. Una de ellas, Carme Riera.