Me admiran estos días porque son los de la cocina, de una u otra forma. La cocina es ofrecer. Ir a casa de alguien o que alguien venga a la tuya. Decir "iremos al restaurante, porque no quiero cocinar". Decir "lo encargaremos". Antes tenían más sentido estos días, porque la comida de cada día era austera, y por fiestas todo el mundo sacaba lo mejor que tenía. Matar al gallo (un trauma de mi infancia, eso de matar gallos que tenían nombre), aprovechar el cerdo (otro trauma, la matanza) y cosechar las mejores verduras. En un día de cada día, las calorías del desayuno se quemaban en el campo, yendo a lavar ropa, apareando a los animales. Se hacía el almuerzo o se calentaba en el trozo, en la barca, en la mesa larga de la masía, en el patio de la fábrica. Hoy existe un abismo entre la cocina que se pueda hacer en Navidad en nuestra casa y la que se pueda hacer para cada día o para el fin de semana. La cocina tradicional –tenemos una de las más ricas y sorprendentes del Mediterráneo y el mundo– no está casi en los restaurantes de las grandes ciudades catalanas, llenas de turistas, y en las casas, poco. ¿Canelones? ¿Mar y montaña? ¿Fricandó? ¿En cuántos restaurantes lo encontramos? ¿Nos lo ha transmitido alguien para que podamos transmitirlo?
La cocina del chup-chup quiere paciencia, quiere tiempo, quiere curiosidad y quiere que no te creas demasiado importante. Un pollo con ciruelas no se hace en diez minutos, y pide una relación personal entre el cocinero y el carnicero, cuatro palabras que cuenten cómo lo quieres?, cuatro rayas en un papel para recordar lo que necesitas, la manera de guardar la cazuela de barro después de haberla limpiado, cuidar los utensilios como lo haría un pintor con sus pinceles, para ir bien, implica a más de una persona trabajando. Y esa es la gracia. Enseñar esto a los niños y jóvenes es construir una cultura, pero es también transmitir un ritual alegre. Porque cocinar, sobre todo, debe ser alegre y si no lo es, está claro que no vale la pena.