Cuando los contrapoderes fallan

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Javier Milei durante un debate electoral.

Que en tan pocos días lo de los Países Bajos se haya añadido a lo de Argentina, y que la cosa no parezca tener intención de remitir siquiera a medio plazo, genera una explicable preocupación. Unos la manifiestan echando la culpa a los votantes, a quienes –sin atreverse a decirlo muy fuerte– consideran idiotas y/o irresponsables. Otros –los partidarios de las verdades tautológicas– hacen largos escritos explicando tortuosamente que la culpa del populismo de derechas son las actitudes populistas de derechas. Por último, hay quien prefiere aventurarse por selvas conceptuales menos transitadas. Probémoslo, al menos para no fatigar al lector con las explicaciones de siempre y añadir, modestamente, algún matiz a ciertos artículos que me han parecido sustanciales y esclarecedores.

Simplificando mucho, en una democracia liberal moderna existen tres tipos de contrapoderes: los institucionales (defensores del pueblo y similares), los derivados de la sociedad civil y los de los medios de comunicación. En realidad, el único contrapoder real es ahora mismo el mediático, por lo que no es casual que fuera bautizado como Cuarto Poder. Los contrapoderes institucionales solo tienen una dimensión simbólica, y la práctica totalidad de las organizaciones surgidas de la sociedad civil acaban dependiendo económicamente de la administración o teniendo un carácter errático o efímero. ¿Qué hace problemática esta situación? Las primeras teorizaciones de la democracia liberal, como la de Alexis de Tocqueville, entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, habían previsto con claridad la naturaleza de los mecanismos de poder, pero no la posibilidad de unos contrapoderes que todavía no existían en su tiempo, especialmente la comunicación de masas. Tocqueville, o Jefferson, o John Stuart Mill, tenían clara cuál tenía que ser la función del Parlamento o hasta qué punto era necesaria la separación de poderes, porque sabían lo que era un Parlamento, lo que era una Constitución, lo que era un Tribunal de Justicia, etc. Podía haber discrepancias, pero todo el mundo conocía estas cosas. Lo que nadie había previsto entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX era la dimensión –tanto en términos cualitativos como cuantitativos– que adquirirían los medios de comunicación hacia el año 1900. En vida de Jefferson, Tocqueville o JS Mill no existían la radio o la televisión, obviamente, pero tampoco la prensa tal y como la conocemos hoy. La mayoría de publicaciones eran estrictamente locales, sobre todo en Estados Unidos, y su influencia también era local. La prensa se consideraba un contrapeso del poder, sí, pero no todavía un Cuarto Poder. Aunque sea indirectamente, a Nixon lo acaba destituyendo un diario, el Washington Post, no una institución, en 1974. Por su parte, las movilizaciones de la clase trabajadora en plena Revolución Industrial no se consideraban tampoco un “contrapoder” sino una simple amenaza que quedaba fuera del sistema. Esta percepción variará muchísimo a lo largo del siglo XX, y a partir de la década de 1960 se normalizará.

La dialéctica entre los mecanismos de poder y los de contrapoder, en definitiva, ya nada tiene que ver con la que se previó a finales del siglo XVIII, porque entonces no existía nada parecido a Elon Musk, pongamos por caso, con mayor influencia real que muchos gobiernos. Los poderes y los contrapoderes deben tener, por definición, una relación de enfrentamiento y de conflicto, porque de lo contrario no podríamos hablar de contrapoderes. En el siglo XXI, todo esto ha degenerado tanto que ha dado cuerda a verdaderos monstruos, ya sin freno. Donald Trump o Javier Milei tienen en común el hecho de haberse convertido en una marca reconocible en el seno de los medios convencionales (concretamente en la tele espectáculo) y de haberla consolidado políticamente en las redes sociales. ¡He aquí un (falso) contrapoder que lleva al poder! En un ecosistema mediático saludable, un periodista mínimamente decente debería haber recordado a este tipo de personajes que la realidad no se puede manosear con mentiras, amenazas encubiertas y salidas de tono insultantes. Hoy, por desgracia, estas actitudes no solo no se combaten sino que se premian (el espectáculo es el espectáculo). En un ecosistema mediático como es debido, además, las tonterías efímeras que segregan las redes sociales cuando "hierven" por algo deberían ignorarse precisamente porque no "hierven" solas: siempre hay algún avispado que se encarga de hacerlas hervir. Hoy, en cambio, las redes forman ya parte del periodismo. Los resultados están a la vista... Divirtámonos hasta morir, pues, como explicó Neil Postman.

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