La corrupción y el silencio de los buenos

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Koldo García comparece en la comisión del Senado por su implicación en una presunta trama de corrupción por la compraventa de mascarillas durante la pandemia.

Hace semanas que emergen nuevos casos de corrupción, convenientemente agrandados por el contexto electoral. No me propongo realizar aquí una disección o una tesis de los casos Koldo, Rubiales o el del compañero de Díaz Ayuso. No tengo más elementos de juicio que los de cualquier observador diligente de la realidad. No quiero describir un paisaje desolado. Pero constato, por lo que he podido leer, que en todos estos episodios concurren los tres ingredientes del célebre diorama de la integridad de Klitgaard, el profesor estadounidense que designó la corrupción como la suma de prácticas monopolísticas, discrecionales y opacas.

André Glucksmann, el filósofo de cabecera del 68 francés, dijo que si el siglo XX fue el del combate entre democracia y totalitarismo, el siglo XXI sería el del antagonismo entre democracia y corrupción. No estoy seguro de ello, a la vista de otros problemas como las guerras y el cambio climático, pero sí que la corrupción, más allá de la amoralidad o de la ilicitud, causa pobreza, obstaculiza el desarrollo y ahuyenta la inversión. Y sobre todo es una patología del sistema democrático: socava la convivencia social y desafía las reglas éticas, y sobre todo genera una sensación insufrible, como decía Disraeli, de que gobernar es el arte del engaño, de servir al interés particular, de adular a los poderosos y de extorsionar a los que no lo son tanto. Y aunque solo sea por eso, debe preocuparnos cualquier episodio de corrupción: por lo que tiene de disolvente de la legitimidad democrática de las instituciones y de fuente de insatisfacción de la ciudadanía en relación a sus representantes.

La cosa es que no hacen falta demasiado estadísticas para generar esta inquietud, ampliamente extendida: el desengaño surge de la percepción subjetiva que provocan las noticias sobre estos casos, que es lo que miden la mayoría de índices sobre corrupción como el de Transparencia Internacional, que, por cierto, sitúa a España en el puesto 36 sobre 180 de todo el mundo, empatada con las Islas Granadinas, justo por debajo de Lituania y Portugal. La percepción de las personas es mayor que los datos reales: la memoria de la Fiscalía cifraba hace unos años en un 0,7% los electos y altos cargos investigados por corrupción, sobre un total de 170.000 en todo el Estado. Y esto evidenciaba que, a pesar de algunas sensaciones, no vivimos en una cleptocracia o en un estado de ladrocinio permanente. Aparte de que la corrupción es inherente a la condición humana desde siempre, como demuestran Adán y Eva, el código de Hammurabi, el octavo infierno de la Divina Comedia o las noventa y cinco tesis de Lutero.

Por lo tanto, ahora que volvemos a estar en un momento álgido de la corrupción, derivada en gran parte de los excesos en la gestión de la pandemia, hay una serie estadística de encuestas que revelan que más de un tercio de la ciudadanía vuelve a poner ese problema en la jerarquía de sus principales preocupaciones, junto a la situación económica o la seguridad. Y esto significa que algunos colectivos, especialmente los más perjudicados por las desigualdades o el deterioro de la prosperidad, tienen más razones para sublimar su cabreo votando opciones populistas o extremas en el próximo ciclo electoral.

Pero no debemos caer ni en el fatalismo ni en la resignación. No hay mal que por bien no venga: la mayoría de medidas que hoy funcionan más o menos bien para combatir la corrupción arrancan de momentos de colapso como el bienio negro 2013-2014: los años del caso Bárcenas, de la cacería del rey Juan Carlos en Botsuana, del caso Castor o las tarjetas black, por poner solo algunos ejemplos. El impacto de estos casos logró más que todas las recomendaciones del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) o del Informe Maëlstrom de la UE: las leyes de transparencia, acceso a la información y buen gobierno; el nuevo sistema de financiación de los partidos; o las incompatibilidades de los altos cargos. Quizás ahora sería necesaria una segunda ola de medidas. El propio GRECO insiste en una regulación estatal de lobbies (el Ibex tiene barra libre), endurecer las puertas giratorias, mayor rendición de cuentas, aumentar las categorías de intereses económicos y los detalles de las declaraciones de bienes. Como decía Martin Luther King, “lo más preocupante no es el grito de los corruptos sino el silencio de los buenos”.

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