"Llegará un día en el que tendremos que luchar contra el ruido de manera inexorable, como hemos hecho con el cólera y las plagas".
–Robert Koch, premio Nobel de medicina 1905
En mi último artículo hablaba de los efectos de la contaminación lumínica en los ecosistemas y en nuestra salud. Ahora, en verano, el protagonista absoluto de la contaminación energética es el ruido antropogénico (es decir, el ruido generado por los seres humanos). El verano –la época de las ventanas abiertas, la vida fuera, las noches largas y los festivales– es el momento del año en el que se hacen más evidentes nuestros excesos acústicos. En Sounds Wild and Broken (2022), el biólogo David Haskell estudia exhaustivamente los sonidos naturales y su evolución creativa. Según Haskell y otros ecologistas acústicos, el progreso del ser humano, relacionado con la estridencia, está erradicando la diversidad sónica.
Desde que el uso del sonido se desarrolló en la Tierra como forma eficiente de comunicación, la densidad sonora no ha parado de crecer. Primero lo hizo de forma incremental (y natural), pero desde la primera revolución industrial el ruido crece de forma exponencial (y artificial). Nuestro oído es un prodigio evolutivo adaptado para prestar atención a las inflexiones y emociones de las voces humanas y para captar las diferencias entre los sonidos preindustriales. En el contexto sónico presente, de volumen excesivo, nuestro oído está fuera de sitio. Vivimos ahogados por el ruido. Teniendo en cuenta la extrema lentitud con la que evolucionan nuestros sentidos, es inevitable que este –relativamente nuevo– grosor sónico nos provoque saturación sensorial, estrés y problemas cognitivos. El horizonte acústico en una gran ciudad suele ser tan corto que, en hora punta, apenas podemos entender lo que dice alguien que está a unos metros de distancia. En un ambiente en el que cuesta tanto discriminar sonidos, nuestro cerebro –que decodifica por supervivencia– trabaja bajo presión. Según la OMS, el ruido es el segundo tipo de contaminación (después de la del aire) que afecta más a la salud.
Nuestro oído está especializado en las frecuencias medias y, como todos nuestros otros sentidos, nos ofrece una traducción sesgada de lo que entendemos por realidad. Aunque podemos oír muchos sonidos agudos y graves, a menudo tenemos una percepción errónea de su vigor o sus variaciones. En el mundo de los seres vivos no solo es creativa la producción de sonido, también lo es escucha: nuestro cuerpo ignora, edita y distorsiona según la frecuencia sonora. Las señales nerviosas y el procesamiento cerebral añaden capas de interpretación a los sonidos que oímos. Además de nuestra reinterpretación del universo sonoro, si nos comparamos con otros mamíferos, vivimos en un mundo aural relativamente restringido. Nosotros oímos entre 20 y 20.000 Hz, pero las palomas pueden oír hasta medio hercio y algunos murciélagos hasta 200.000. Muchos de los sonidos que generan las nubes, los océanos, los volcanes o algunos terremotos son más bajos de un hercio. Somos insensibles a gran parte de las vibraciones y energías del planeta.
En 1956, Jacques Cousteau tituló su documental sobre los océanos Le monde du silence. Su propio hijo, Jean-Michel Cousteau, hacía alusión a ello décadas más tarde para ilustrar lo limitadas que son nuestras capacidades de percepción: ahora sabemos que los océanos también son espacios vibrantes, llenos de sonido y de actos comunicativos . Mucho antes de que los humanos inventáramos el telégrafo, las ballenas aprovechaban el canal de sonido profundo (una capa del océano en la que el sonido puede viajar miles de kilómetros) para comunicarse a grandes distancias. Todo canta en nuestro planeta. Creamos sonidos para ser escuchados, para sobrevivir. La parte más esencial de lo que decimos podría concretarse en tres mensajes: estoy (aquí), ven, alerta. Son los grandes llamamientos existenciales que difundimos. Esa alerta que emito en forma de artículo es algo más sofisticada, pero sigue siendo la traducción de unos sonidos. En ese caso, los sonidos se transmiten a través de la tinta (materica o digital). De hecho, mientras lees estas líneas también se activa la parte auditiva del cerebro. El sonido siempre viene de antes.
Al contrario que la luz, el sonido es muy difícil de contener, tiene capacidad de traspasar barreras. Por eso cuando utilizamos la palabra silencio no hablamos del silencio absoluto, que en la Tierra solo puede existir de manera artificial, en las cámaras anecoicas. Nos referimos a los espacios en los que el ruido de los elementos mecánicos o tecnológicos no esconde los otros sonidos. Cuando pensamos en el silencio, evocamos lugares donde la densidad sonora corresponde al biorritmo general del ecosistema, al momento del día o la época del año. Si bien es cierto que existen algunos espacios naturales con una gran riqueza acústica y un volumen acaparador, son muy pocos. Por lo general, la naturaleza permite que todos los seres encuentren un espacio para que los receptores deseados los oigan. Es la contaminación acústica la que confunde y desorienta, la que dificulta –y a veces imposibilita– esta comunicación. Y además: el ruido antropogénico, por contraintuitivo que parezca, afecta incluso a las plantas.
El ruido nos hace enfadar y utilizamos tapones o auriculares noise cancelling. El ruido nos perjudica y empezamos a legislar para reducirlo. Pero seguimos teniendo una asignatura pendiente: aprender a escuchar los sonidos naturales que nos rodean. El silencio puede ser también un lugar de encuentro.