Una deuda con Ana M. Briongos

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Ana Maria Briongos en una tetería de Isfahán, Irán en el 2016

Tristeza por la noticia de la muerte, la semana pasada, de Ana María Briongos, barcelonesa, gran viajera y autora de libros de viajes. Fue a los 77 años, como consecuencia de un cáncer de esos que llamamos fulminantes, contra el que declinó seguir ningún tratamiento. Aceptó su muerte como el último gran viaje. De esto mismo trataba su último libro publicado, Mi cuaderno morado (Laertes Edicions), que llevaba el subtítulo deEl viaje más largo.

La conocí poco, y ahora me sabe mal no haber podido conversar con ella más veces. Nos encontramos en Son Comparet, la amable casa de los hermanos Gonçal y Joan Manuel López Nadal, en Mallorca. Era sabia y risueña y desprendía la misma energía que algunos de sus amigos, a veces comunes, que también entienden o entendían el viaje como forma de vida: el fotógrafo Toni Catany, el escritor y artista Jordi Esteva, el poeta y traductor Manuel Forcano. El pasado verano, hicimos una presentación de Mi cuaderno morado, en el propio Son Comparet: la reunión –de amigos, de lectores, de personas que amaban a la autora– fue luminosa, y la presencia de Anna M. Briongos aún lo era más. Quedamos, con Jaume Claret, que haría un artículo (para la revista Política & Prosa), sobre el libro. Ella dijo que le haría ilusión leerle. Justamente era con Claret el otro día, cuando recibí, por un whatsapp de Gonçal López Nadal, la noticia de la muerte de Ana. Luego la transmití a Manuel Forcano. El artículo quedó sin escribir, y ahora sería tarde. La posteridad, máximo rebrote de la vanidad humana, no existe.

El libro, sin embargo, es un gozo lector, como lo son otros de Ana M. Briongos como Un invierno en Kandahar, sobre Afganistán, o La cueva de Alí Babá, sobre Irán, altamente recomendables. Pero Mi cuaderno morado (que hace una rima no sólo fonética, sino también conceptual, con El cuaderno dorado, de Doris Lessing) va un paso más allá. A partir de una estancia de la autora de unos meses en Berkeley en compañía de un grupo de amigos extravagantes, y llenos de verdad humana, a finales del mandato de Obama ya los inicios del trumpismo, el libro propone un exigente ejercicio de memoria personal y colectiva. Exigente no tanto con el lector, que se siente excelentemente cuidado todo el rato, como con la propia Ana M. Briongos y su generación, la que vivió el fin del franquismo y la Transición como estudiantes universitarios. Briongos propone un trabajo de retrato y autorretrato (a través de su propio personaje, y de los que construye con el resto de coprotagonistas del relato) sin concesiones. “Sin concesiones” no quiere decir exhibicionista, porque todo lo que pueda tener que ver con ninguna forma de mal gusto tiene cabida en la escritura de Ana M. Briongos. Pero sí que el libro, además de una colección de recuerdos, es una historia con un inicio, un desarrollo y un final, relacionado justamente con el último fin de todos. Ahora nos quedan de Ana M. Briongos sus libros, los amigos que amó, y la deuda que contraemos con los muertos que nos importan.

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