La victoria de la selección española de fútbol nos ofrece una magnífica oportunidad para reflexionar sobre los mecanismos que sostienen lo que llamamos cohesión social. Incluso, es útil para quienes iban con la selección inglesa, o para quienes no siguieron el evento. E ilustra sobre la potente dimensión política de lo simbólico. He aquí diez lecciones que se pueden aprender.
La primera lección y la más obvia es la de la dimensión política del deporte, sobre todo si se trata de selecciones o delegaciones dichas nacionales, como el caso de la roja en Berlín o de los representantes olímpicos en París. Se trata de una relación que en España suele ser blasmada cuando no se ajusta al modelo territorial de dependencia política constitucional, pero que es espoleada cuando se trata de la unidad de la patria y el orgullo de formar parte de ella.
Aunque también era un hecho explícito, no se ha puesto ningún énfasis en que España disputaba el campeonato con Inglaterra. Es decir, se enfrentaban a un estado contra una nación. No se jugaba ni contra las selecciones de Escocia, ni de Irlanda del Norte ni de Gales. Y el Reino Unido no se tambaleó, como sí lo haría España si reconocía que de los jugadores principales, cuatro podrían haber formado parte de una hipotética selección catalana y cinco de una vasca.
La tercera lección va para quienes limitan la cuestión de la cohesión al combate de la desigualdad social. Podríamos discutirlo, pero el caso que nos ocupa demuestra que la cohesión nacional se sitúa en otro plano, y que las representaciones simbólicas se sobreponen a las sociales. Que incluso pueden ser más fuertes –se ha dicho que el fútbol es interclasista– o, si se desea, que incluso ocultan las desigualdades.
En este último sentido, en cuarto lugar, los mecanismos de adhesión simbólica sabemos que son social y políticamente importantísimos, ni que desde un cierto racionalismo corto de vista –e hipócritamente interesado– se suelan menospreciar. ¿Por qué, si no, los gobiernos municipales de muchas ciudades catalanas habrían instalado –y pagado– pantallas gigantes de televisión para favorecer una emocionalidad colectiva si no fuera electoralmente efectiva?
Lógicamente, lo que vale para el fútbol a la hora de alimentar al orgullo nacional español, también valió los años del Proceso. El recurso a elementos simbólicos –desde las consultas populares nacidas en Arenys de Munt hasta la Via Catalana, desde las esteladas en los balcones o los lazos amarillos hasta las solapas–, facilitaron un despertar independentista que no se basaba en un mero cálculo de interés material. De ahí también la razón de algunas debilidades actuales. Es la quinta lección.
Sea elegante reconocerlo o no, y en sexto lugar, la necesidad de la independencia radica en la posibilidad de controlar los principales mecanismos de adhesión simbólica o, como diríamos en términos académicos, de poder ejercer la violencia simbólica que permite construir un nacionalismo banal, que naturaliza –y oculta– su dimensión coactiva.
Vista la relevancia de la cohesión nacional, sería conveniente –séptima lección– saber sobre qué otros espacios simbólicos se construye. Es lo que Pierre Nora llamaba “lugares de memoria”. ¿Y cómo vamos los catalanes de sitios de memoria? ¿Lo son todavía las montañas del Canigó y Montserrat? ¿Lo es la poesía de Espriu o Miquel Martí i Pol? ¿Lo son la literatura de Pla o Rodoreda? ¿Hay grandes monumentos que recuerden a nuestros héroes nacionales? ¿Cómo hemos diluido los espacios museísticos que podían desempeñar este papel, como el Born? ¿Cómo no hemos convertido allí los espacios de resistencia heroica del 1 de Octubre?
La octava lección debe ser para tener en cuenta el relevante papel del asociacionismo ligado a la cultura popular, y el de la música también popular de Els Catarres, Oques Grasses, o con el caso curioso de los The Tyets y tantos de otros.
Y hablando de lecciones, la novena nos lleva a considerar cuál debería ser el papel de la escuela en la transmisión de estos instrumentos de cohesión simbólica, particularmente en el campo de la historia o la literatura, pero también de la geografía o de la ciencia y la tecnología. Hasta hace cuarenta años la escuela había tenido este papel, quizás todavía lo tiene en España y en todo el mundo, pero lo ha perdido casi por completo en los Països Catalans.
Por último, la última lección debe ser para el papel de la lengua catalana en esta deseada cohesión. Porque la lengua es también un lugar de memoria y al mismo tiempo una promesa de futuro. O debería serlo. Es decir, la transmisora de una tradición diversa y abigarrada como es nuestro pasado nacional, mistificada como todas. Pero también la portadora de una promesa de futuro en la que todo el mundo puede arraigar sin desprenderse de las particularidades que cada uno puede considerar irrenunciables.