Envasos vacíos de vacunas.

"¿Cuántas muertes?" Esta pregunta incómoda la formuló Irène Frachon, conocida como la doctora de Brest, como subtítulo de su libro Mediator 150 mg., inicialmente censurado por la justicia. Alertaba sobre un medicamento contra la diabetes, con efecto supressor del hambre, que causaba graves daños cardíacos y pulmonares. El caso ilustra a la perfección el clásico enfrentamiento entre David y Goliat, con final aparentemente feliz. Su obstinación tuvo premio y el fármaco fue retirado del mercado en Francia en 2009 (en España en 2003). Los datos recogidos por la neumóloga servían a los damnificados para pleitear, por la vía civil, contra el gigante farmacéutico Servier. La reciente sentencia del Tribunal Correccional de París cierra el periplo penal y condena a la multinacional por engaño agravado, homicidio y lesiones involuntarias. También condena a la Agencia Nacional de Seguridad del Medicamento por su inacción y su fracaso supervisor. Pese a la victoria moral sobre los responsables, privados y públicos, las penas son simbólicas: 2,7 millones de euros de multa a un laboratorio que factura miles de millones, y nadie encarcelado.

El caso recuerda el de Erin Brockovich, empleada de un bufete norteamericano que puso contra las cuerdas la compañía de gas PG&E al detectar la proliferación de casos de cáncer causados por los vertidos tóxicos de la planta productora. No es extraño que los dos relatos, en los que el coraje y la terquedad de mujeres anónimas vencen la arrogancia de los poderosos, se hayan llevado al cine.

Pero más allá de la épica de todo enfrentamiento desigual, el asunto Mediator tiene muchas dimensiones.

Fotograma de la película 'La doctora de Brest', que explica la historia de Irène Frachon.

Es un caso paradigmático, no insólito, de la llamada economía de la influencia, que desvela un triángulo perverso entre la ciencia, la industria y la política. Es sintomático que el presidente del grupo, Jacques Servier, y otros ejecutivos fueran galardonados con la Legión de Honor. El contubernio no es casual, sino producto de las promiscuas relaciones entre la empresa y la cúpula política. De hecho, una de las razones que explican que un anfetamínico letal fuera no solo legal sino cubierto por la Seguridad Social y prescrito masivamente durante más de treinta años, fue que las puertas giratorias funcionaron a toda pastilla, nunca mejor dicho. El laboratorio reclutó a montones de ex altos cargos sin experiencia en el sector (el director de comunicación había sido ministro de Justicia y de Agricultura). Y empleados de la agencia que velaba por la salud pública eran, a su vez, asesores del fabricante. Frachon describe la parálisis del regulador sanitario, pieza clave del sistema, como un juego fatal “de ladrones y policías”.

La excesiva proximidad entre el negocio y la ciencia también les pasa desapercibida o la minimizan unos medios domesticados y complacientes. Es frecuente que las opiniones sobre políticas públicas de salud de representantes de empresas del sector no se pongan en duda. Los profesionales a sueldo de laboratorios sirven, legítimamente, intereses privados. Pero entonces no se pueden presentar como expertos independientes. Me viene a la cabeza el tratamiento dispensado al recientemente fallecido doctor Baselga, científico de renombre internacional fichado por AstraZeneca. No puedo pasar por alto que tuvo que dimitir como director del centro Memorial Sloan Kettering de Nueva York por haber ocultado la voluminosa financiación privada de sus investigaciones (3 millones de euros como mínimo). Esta vulneración del código de conducta de la comunidad científica no implica automáticamente un comportamiento corrupto ni compromete la indudable solvencia técnica del afectado, pero lo descalifica para determinados pronunciamientos. Si se tiene que declarar la procedencia de los fondos es para evitar la contaminación que los intereses particulares pueden producir sobre el juicio profesional. Justo es decir que la autopercepción, muy extendida, sobre la capacidad de mantener intacta la imparcialidad (sesgo optimista) es errónea, puesto que varios estudios demuestran la propensión natural a decantarse a favor de quien contrata. Somos humanos.

Más transparencia nos permitiría, cuanto menos, conocer los intereses en juego. La censura de los contratos europeos de las vacunas, con más fragmentos negros que un tablero de ajedrez, cosa que hace imposible saber las condiciones del acuerdo (precio, entregas, penalizaciones por incumplimiento, etc.), dan miedo. Lo cierto es que el grupo de presión farmacéutico es tan potente a la hora de capturar voluntades que no solo impone el secretismo (confidencialidad, dicen), sino los términos del negocio a los gobiernos postrados. Hasta el punto de prohibir la solidaridad cuando no se permite la cesión gratuita a terceros países sin consentimiento del fabricante. Qué vergüenza.

La desconfianza social no es infundada. Frachon se quedó corta en su estimación sobre el Mediator. Las muertes no son entre 500 y 1.000. La verdad judicial eleva las víctimas además de 2.000. Ciertas contraindicaciones no tienen cabida, en un prospecto. Entre los “efectos secundarios” colectivos está el debilitamiento de la confianza en el sistema sanitario, en el país europeo en el que el movimiento antivacunas late con más fuerza. Oxígeno para el negacionismo.

Reducir la opacidad y aumentar el rigor en el control podría insuflar tranquilidad a una ciudadanía escarmentada, pero hay bienes esenciales como la salud que no se pueden confiar a la tiranía del mercado y, menos todavía, a la autorregulación de los beneficiarios. Crece, por todas partes, el clamor por un nuevo contrato social que no se base en el lucro y la competencia, sino en la cooperación en favor del bien común. Debe de ser que no es el corazón de las afectadas por el Mediator (la mayoría, mujeres) lo único que falla. Como divisa Mary Oliver a los versos Sobre el imperio, traducido por Ezequiel Zaidenberg: “[...]El mundo, dirán ellos, / es un bien de consumo. Dirán que a esta estructura / la sostiene la política, y en efecto es así, y también / van a decir que la política no es más que un dispositivo / que regula lo que siente el corazón, y que en aquella época / el corazón era una piedra dura llena de mezquindad”.

Lourdes Parramon es abogada

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