Últimamente he leído diversas apologías de la esperanza. La más conocida, pero no la única, es la del filósofo coreano de expresión alemana Byung-Chul Han. Profundizando en una idea del expresidente checo Václav Havel, que fue uno de los políticos más intelectualmente interesantes de la Europa de los últimos años, la esperanza no es un mero sinónimo de optimismo. No consiste en creer que las cosas acabarán saliendo bien a toda costa, sino que simplemente tiene sentido hacerlas, llevarlas a cabo de una determinada forma y no de otra. Este matiz -el del sentido- es muy importante para neutralizar las objeciones que equiparan las actitudes esperanzadas con la ingenuidad. De hecho, planteada así, la esperanza tiene más que ver con la determinación que con ir por el mundo con el lirio en la mano. Pero hay una pregunta inevitable: ¿cómo plantear una actitud esperanzada contemplando la situación actual? (si fuera un tertuliano y no tuviera ningún respeto por el lector escribiría "con la que está cayendo") ¿Resulta serio emplear la palabra esperanza mientras se va incubando la presidencia más imprevisible y estrambótica de toda la historia de Estados Unidos, Putin amenaza con una guerra nuclear, ¿el mundo apuesta de nuevo por extremismos que dábamos por muertos y enterrados, etc.? ¿Este discurso sobre la esperanza es sólo un consuelo narcótico o contiene una parte propositiva que hay que considerar con atención? Vamos a palmos.
La esperanza es más un concepto teológico que filosófico, e incluso cuando es filosófico acaba apelando de una u otra manera a una instancia trascendente, como en el caso del confuso, aunque interesante, Gabriel Marcel (1889-1973), que escribió cosas sustanciales al respecto. El marxismo no ortodoxo, pero marxismo al fin y al cabo, de personajes como Ernst Bloch (1885-1977) plantea la esperanza como "lo-que-no-es-todavía" –es decir, lo que podría ser– pero sin terminar de identificarla con la noción de utopía, que es otra cosa: un proyecto más que una actitud asociada a un proyecto. La esperanza, en definitiva, tiene una acepción coloquial con un recorrido bastante limitado, y otro significado más sofisticado que va más allá de la mera idea de optimismo. ¿Tiene sentido hoy adherirse a este concepto? Me parece que no mucho, y no precisamente por partir de una perspectiva pesimista u optimista. El problema de fondo es otro: el del sentido. Quiero decir que puede ser la persona más optimista del mundo y no creer en el sentido de consumar determinados proyectos, sobre todo si piden acción y determinación.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y vistos los estragos sin precedentes que había causado el conflicto, asumir un documento como el de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 tenía sentido. Aunque fuera por la vía del escarmiento, parecía claro que había que rehuir a todas luces la tentación totalitaria que había llevado al mundo al abismo. No todo el mundo lo veía así: la antigua URSS, por ejemplo, se abstuvo en la votación. La Guerra Fría descabezó rápidamente aquella justificada esperanza inicial, que existía y era plausible. En Estados Unidos de hace poco más de 60 años, con un grave problema de segregación racial que carcomía moralmente al país, la opción por Kennedy también tenía sentido: había una esperanza más que razonable de enderezar aquella situación injusta. Las cosas acabaron como terminaron, sin embargo. Todo ello no significa en modo alguno que aquello fuera un acto masivo de ingenuidad. Tampoco significa –y eso hay que subrayarlo– que no sirviera de nada. Claro que sirvió. El mundo sería muy diferente sin la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y Estados Unidos no habría superado la vergüenza de la segregación racial sin esa actitud.
Como ya intenté explicar en un artículo anterior, ahora mismo la Unión Europea circula en dirección contraria a los vientos que soplan en el mundo. Ciertas cosas que aquí son percibidas como un progreso político o una conquista social, en la mayor parte del mundo (en el sentido literal de la expresión: el numérico) desprenden, en el mejor de los casos, un cierto aire de atonía, y en el peor son vistas como un atisbo de decadencia. Una actitud verdaderamente esperanzada implicaría tener claro, muy claro, ese ir a la contra. Entonces, la esperanza sí tendría un sentido y, en consecuencia, justificaría la acción convencida, las decisiones determinadas e incluso el riesgo. Quizás mi percepción de la realidad está desenfocada, pero ese convencimiento sobre el sentido, el que abre las puertas a la verdadera esperanza, yo no lo veo en ninguna parte.