Un error clásico de la izquierda (catalana y española) y del independentismo (catalán) ha sido menospreciar el papel de la Corona dentro del edificio institucional y político del estado español. Tradicionalmente se quiso pensar que se trataba de una especie de aditament, un refuerzo que se utilizó como eslabón de continuidad entre el régimen de Franco y el sistema del 78, pero su función va mucho más allá. La Corona es un tramo entero de la espina dorsal del Estado, junto con el poder jurídico y el militar, en cada uno de los cuales tiene puesto un pie: por un lado, el rey de España es comandante general de las fuerzas armadas, y por otra, la Corona y la figura del rey son objeto de un profuso blindaje jurídico en la Constitución. Las Constituciones, ya que hablamos de ello, no mencionan a personas concretas: que lo hagan debe considerarse un hecho excepcional. La española sí llama a una persona en concreto por su nombre y apellidos, y esa persona no es otra que Juan Carlos de Borbón, para dejar bien claro que él es el rey de España. Recordarlo es oportuno y esclarecedor.
Pues bien, esta semana, Juan Carlos y la Corona española han hecho un movimiento de ajedrez, o la metáfora que ustedes quieran para referirnos a una jugada meditada. Aprovechando, como suelen hacer, una excusa aparentemente trivial en forma de eco de sociedad (una misa en la capilla de Windsor en conmemoración del funeral del rey Constantino de Grecia, hermano de la reina Sofía, fallecido hace un año) para hacer público un importante gesto de recomposición de la unidad interna de la Corona española. El gesto, divulgado por todas partes con toda la trompetería, es Juan Carlos cogido de la mano de su hijo, Felipe VI, en una fotografía que muestra a un padre y un hijo finalmente bien avenidos. Un hijo que apoya al padre cuando lo necesita.
Hacer pasar como asuntos de familia lo que son asuntos de estado es la prestidigitación más habitual de toda monarquía, también de la española. El populacho tendemos a creernos que se trata realmente de familias en el sentido más común del término, cuando la única traza que conservan de lo que entendemos habitualmente como una familia es la consanguinidad. El vínculo de unión más fuerte entre los miembros de estas familias no son ciertamente los afectos, sino el poder que representan y administran. Pero la escenificación de los afectos, por ausentes que sean, les es siempre eficaz.
Presentar a Juan Carlos y Felipe como un padre y un hijo que llegan al buen entendimiento después de un tiempo de distanciamiento causado por los (siempre humanos, sólo faltaría) errores del padre es una manera de preparar el terreno en dos direcciones: hacia el pasado, cuando toque reivindicar sin matices la importancia de Juan Carlos y de su legado (el hombre que dio la democracia a España) y hacia el futuro, a fin de cargar de legitimidad a Leonor cuando le toque coger el testigo. La Corona española no tiene ninguna intención de terminar su historia con Felipe VI. Y su continuidad personifica la continuidad de la indivisible nación española, tal y como la consagra la Constitución desde su artículo segundo.