Para familiarizarse con la arena política francesa, es útil entender las formas y direcciones con las que funciona el desdén, el mépris que dio nombre a una fenomenal película dirigida por Jean-Luc Godard. Es el desprecio por la estabilidad y la paz social lo que explica en gran parte la decisión de Macron de disolver la Asamblea Nacional. El desprecio por los valores universales que los franceses se enorgullecen de haber impulsado nutre la popularidad del Reagrupament Nacional. El desdén de los tecnócratas y otras élites por las clases populares y sus problemas ha contribuido a normalizar y desmonizar los marcos preferidos por la ultraderecha. Y es el desprecio de una parte de la izquierda por nuevos actores y sus discursos disruptivos lo que durante años ha imposibilitado una alianza para pararle los pies a aquellos a los que muchísimos ciudadanos tachan de fachas sin pelos en la lengua.
El desdén percibido también ha sido el que ha movido, al menos en parte, a los votantes de ultraderecha a envalentonarse en sus acciones y narrativa. A lo largo de estos últimos años se han multiplicado las marchas en su apoyo, los ataques violentos (también por parte de la policía), los discursos de odio y amenazas online y fuera de línea, la instrumentalización del antisemitismo y, con todo, el miedo a una guerra civil moderna. Miedo sobre todo por parte de las comunidades más vulnerables –racializados, LGBTQIA+, mujeres, sociedad civil, ámbito de la cultura y del pensamiento, etc.–, conscientes de que serán los primeros damnificados.
Contrastan con estas personas aquéllos para los que una victoria de Le Pen y los suyos no representa necesariamente un peligro tan grave, aquéllos que se instalan en su privilegio. Hablamos de élites económicas, en un gesto que deja clara la imbricación entre neoliberalismo y securitización extrema para proteger el statu quo material. Hablamos de élites políticas de distintas ideologías: tanto el centroderecha, que ha abusado durante años de la equidistancia entre extremos para legitimarse, como el centroizquierda, que ha preferido estigmatizar las formaciones islámicas de izquierdas a su izquierda como estrategia de supervivencia. Por no hablar de los numerosos medios bajo la batuta de Vincent Bolloré, un billonario ultraconservador, que han intoxicado el debate público hasta el tedio.
La segunda vuelta es una particularidad francesa que en ese caso podría aportar sorpresas positivas tras el choque inicial. La movilización se hace sentir en la calle y las redes, también por parte de políticos más comprometidos con el interés general que con prebendas y fantasmas inexistentes y que han decidido retirarse. Algo que también se percibe en el ambiente es la necesidad de (re)construir desde abajo después de esa cita electoral, con Bardella como primer ministro, o no. Quizás esta puede ser la ocasión para que el desdén pueda canalizarse por fin hacia los verdaderos problemas de Francia, desde la precarización generalizada hasta el vaciamiento de los servicios públicos, pasando por el reconocimiento del pasado colonial y su transformación en racismo estructural.