Las elecciones francesas nos deparan una buena y una mala noticia. La buena es que ha perdido Le Pen. La mala es que ha ganado Macron, responsable en parte del ascenso de Reagrupamiento Nacional en los últimos cinco años. La Francia Insumisa de Mélenchon, es verdad, podía haberse colado en la segunda vuelta, pero hoy por hoy no constituye una alternativa en un país -y un continente y un mundo- en el que, con idas y venidas, flujos y reflujos, la extrema derecha se ha asentado como el nuevo pivote de configuración de las batallas políticas. A remolque o contra ella, las fuerzas que han sobrevivido al naufragio de los viejos bipartidismos “ideológicos” (conservadores/socialdemócratas) tienen que medirse, quieran o no, con una ultraderecha plural que comparte, más allá de las diferencias nacionales, una misma pulsión identitaria negativa: un género excluyente, una nación excluyente, una libertad excluyente. Digamos que el “momento populista” de la rebeldía ilusionada ha dejado paso, en muy pocos años, a un populismo opaco, rencoroso, autorreferencial. Esto ha tenido ya dos consecuencias inquietantes. En el orden político nos hemos acostumbrado a aspirar a poco, a interiorizar como destino la lógica del “mal menor”, a votar a regañadientes a partidos que han incorporado parte del programa de la extrema derecha que combaten. En el orden “anímico”, ese momento reaccionario se ha trasladado también, desde el destropopulismo radical, a las luchas sociales y civiles: incluso el feminismo, el ecologismo, el nuevo “obrerismo” absorben a veces el tono y el discurso de un enfado puritano e intolerante. El problema no es la identidad, recinto irrenunciable de todos los conflictos y todos los acuerdos, sino el identitarismo, esa tumoración dolorosa de los malestares privados.
No se puede sino sentir alivio tras la victoria de Macron, que retrasa cinco años la victoria de la ultraderecha en Francia, uno de los muros de carga de la UE. Tenemos que celebrar un resultado que nos concede un nuevo plazo para revertir la tendencia. Pero hay que partir de la evidencia de que, si todas nuestras políticas se hacen contra ella, si hemos interiorizado ya sus programas y su tono vital, es porque la ultraderecha va ganando y, probablemente, va a ganar sin remedio. Conocemos el diagnóstico y conocemos también la solución. El neoliberalismo ha generado inseguridad material e inseguridad antropológica. Ha desmantelado el precario contrato social de la postguerra mundial, ha precarizado el trabajo y ha erosionado los servicios públicos que permitían separar la vida de “la lucha por la vida”; y todo ello mientras disolvía los vínculos antropológicos a través del ocio proletarizado y la clausura del espacio común en medio de grandes transformaciones tecnológicas, grandes revoluciones culturales y grandes amenazas climáticas, bélicas y sanitarias. Es una ley infalible: cuando no podemos alcanzar y modificar la fuente de nuestra inseguridad -porque es abstracta y lejana- buscamos seguridad en otro sitio, allí donde todavía podemos intervenir: en el lenguaje, en el cuerpo, en la familia, en la casa, en la “nación”. El neomachismo, los magufismos, los negacionismos, los tribalismos operan a la manera del odio mágico que pretende hacer daño al déspota remoto con un alfiler y una figura de cera. “Figuras de cera” que en este caso tienen forma de inmigrante, de mujer, de transexual, de rival político.
La solución sería entonces la de dar seguridad sin recurrir a la policía. La respuesta europea a la pandemia demostró que se conocen bien las medidas y que muchas de ellas son posibles: más gasto social, más cargas fiscales selectivas, más salario, más sector público, más protección laboral, más acceso a la vivienda, más igualdad material. Junto a ellas, y en el ámbito político, más división de poderes, más derechos civiles, más espacios de participación, más democracia. Ojalá me equivoque, pero ni Macron ni los otros gobernantes europeos van a seguir este camino; y no hay por el momento una alternativa de izquierdas suficientemente poderosa para aspirar al poder o para aspirar, al menos, a marcar sus políticas.
No es tan sencillo. Incluso si el diagnóstico y la solución fueran éstas, no hay ninguna forma mecánica de revertir la influencia de la extrema derecha. El impulso reaccionario, me temo, corre ya en paralelo a las instituciones y al mundo. Algo de esto intuimos cuando la izquierda debate, a veces con ferocidad, sobre los medios más eficaces para combatirlo.
Los que dicen que no se combate con concesiones tienen razón. Pero no estoy seguro de que hayan sido estas concesiones -en la cuestión migratoria, por ejemplo, o en la del islam- las que han desplazado votos antes moderados hacia la extrema derecha. Estos mimetismos entre fuerzas colindantes no son tan mecánicos. Si lo fueran, las muchas concesiones que ha hecho Le Pen a Macron –en relación con la UE, por ejemplo- habrían reforzado a Zemmour y, sin embargo, parecen haber aumentado, al revés, el apoyo electoral de Reagrupamiento Nacional. El problema no es de “concesiones”: es el de moverse en el marco estrecho y contradictorio de estos dos consensos sociales: uno, muy reaccionario, sobre inmigración e islamofobia y otro más liberal sobre la necesidad de Europa. A mi juicio, es la integración de estos dos consensos -uno reaccionario y otro neoliberal- el verdadero peligro para la UE.
La ultraderecha tampoco se combate con datos. De nada sirve, lo hemos visto, denunciar en público el programa económico de Le Pen, apenas diferente del de Macron, porque a los votantes no le importan nada los hechos, y menos a aquellos sectores sociales que aceptan la inseguridad informativa y la seguridad emocional como matriz de sus decisiones. No hay ninguna “verdad” de cuya enunciación se puedan extraer conclusiones políticas; lo único verdadero es el tono, el líder y, sobre todo, el enemigo.
Tampoco se combate, obviamente, con ideología, útil apenas para reproducir confrontaciones binarias -el bien contra el mal- y encerrar a la izquierda en nichos identitarios paralelos a la realidad. En un mundo dominado por el “momento populista despechado”, es necesario encontrar de nuevo un contrapunto rebelde que interpele, si no la ilusión, sí al menos la imaginación de la gente. Como no es ya el momento para eso, la ultraderecha seguirá creciendo al margen de los datos y las ideologías.
Tampoco -en fin- puede combatirse con miedo. Se dirá que el miedo a la ultraderecha ha funcionado en la segunda vuelta de las elecciones francesas, pero podría decirse, al contrario, que el resultado demuestra más bien que ese miedo se está perdiendo muy deprisa. En Italia, en España, en Austria -no digamos en Polonia o Hungría- la “alarma antifascista” se ha revelado claramente ineficaz, si no contraproducente.
La existencia misma de este debate demuestra nuestra impotencia. Lo que podíamos haber hecho no lo podemos hacer ya. Y el problema de las políticas no hechas, lo sabemos, es que se convierten en fatalismos irresistibles que ninguna estrategia puede detener; porque se mueven por sí mismos, como olas contra la rompiente. El impulso despechado no se rige por argumentos, datos o ideologías y no puede ser parado con argumentos, datos o ideologías. Refleja, creo, un cansancio íntimo de democracia que ninguna reforma democrática conseguirá ya atajar; refleja un cansancio de estabilidad que ninguna nueva estabilidad logrará calmar. Tardará en pasar. Mientras no pase, hay que intentar que no gobierne; pero mientras no gobierne, habrá que actuar como si las medidas sociales y democráticas -y los datos y los argumentos- pudieran pararlo. Para que, cuando pase, las ruinas sean pocas, los daños no demasiado graves y las posibilidades de una nueva ola reducidas o nulas.