Gobernar o influir

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El hemiciclo del Parlamento de Cataluña

Se ha hablado demasiadas veces de la aversión catalana al éxito político. Se podría decir que el catalanismo no sabe qué hacer con los logros, mientras que tiene una gran facilidad para convertir los fracasos en victorias morales —es decir, inocuas—. En el caso de la amnistía, estamos hablando de un éxito quizá menor —excepto por los cientos de afectados—, pero es una victoria indiscutible, primero porque libera a los independentistas del peso de tener que negociar bajo chantaje, segundo porque desestabiliza el tablero político español, y tercero porque, al menos por un día, hemos visto a dirigentes de Junts y ERC felicitándose y agradeciendo el esfuerzo recíproco en voz alta, recordándoles la fuerza de la unidad estratégica, aunque después —como es inevitable— cada uno se ha atribuido la mayor parte del mérito.

Pero lo más aleccionador de todo es que este éxito se ha alcanzado cuando el Parlament catalán, después de muchos años, no tiene una mayoría independentista. Esto constituye un acto de auténtica justicia poética. Si durante los años del Procés nos lamentábamos de que el sufragio popular era sistemáticamente despreciado por la fuerza coercitiva del Estado, ahora constatamos que una minoría exigua, pero decisiva, es capaz de provocar un estruendo en la sede del poder legislativo español. Está bien, esto de ir aprendiendo que en política los votos cuentan, pero sobre todo cuenta el poder, grande o pequeño, que se tiene capacidad de ejercer en cada circunstancia.

Que Junts y ERC sean capaces de ir de la mano para su beneficio conjunto es una buena noticia, pero no tiene que ser forzosamente el prólogo de una alianza más estrecha. El independentismo catalán debe unir fuerzas allá donde es más vulnerable -en Madrid y en Europa- e incluso debe ser capaz de ensanchar esta unidad con los partidos soberanistas de otros territorios. Las grandes batallas pendientes del independentismo (en cuanto al poder, los recursos, el reconocimiento simbólico) dependen del poder español, y es allí donde hay que presentar batalla. En Catalunya las cosas son distintas. Sobre todo porque ERC, que ostentaba el poder en solitario, ha sufrido una derrota severa y lo normal es que quiera pasar a la oposición. Los republicanos podrían dar sus votos a Puigdemont (sin ganas, ya que el pasado reciente todavía escuece), pero como esta estrafalaria operación necesita el suicidio previo de Salvador Illa, parece poco viable.

Por tanto, quedan tres opciones: Govern del PSC, con Junts y ERC marcándole el paso, como en Madrid; tripartito de izquierdas, que a ERC solo le puede convenir si es a cambio de concesiones enormes –que, si se pactan en Barcelona y no en Madrid, fácilmente pueden convertirse en papel mojado–, o bien una repetición electoral que en teoría no le da miedo a nadie pero que en realidad es un riesgo para todos. El president Artur Mas planteó en un artículo en este diario una reedición de Junts pel Sí, la lista unitaria independentista. Según Mas, esa lista sería la más votada. Y quizá sea verdad, pero dudo que mantuviera los 55 escaños que tiene ahora. Además, conviene recordar que un gobierno de Junts y ERC estaría en manos del PSC, lo que cortocircuitaría la influencia de los dos partidos independentistas en Madrid. Para avanzar de verdad en el camino de una mayor soberanía, lo importante es que el PSOE tenga que mendigar votos. En resumen: tan importante es saber quién manda como cuál es el precio que paga por tener el poder. La realidad nos indica que en los próximos años PSC (y PSOE), Junts, ERC y los Comuns tendrán que compartir itinerarios y ponerse límites mutuamente. Ese equilibrio inestable pesará más que la composición de cualquier gobierno.

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