La guerra, para quien la vive, es para siempre

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Niños palestinos heridos por un bombardeo israelí ayer en la ciudad de Khan Junis, en el sur de la franja de Gaza.

Recibimos noticias a diario que nos cuentan, en medio del caos de la guerra, que una persona, o quizás cien, oa veces que mil personas han perdido la vida, dejando detrás suyo un rastro de dolor y destrucción. Un número. O muchos. Ésta es la única métrica que entendemos desde nuestra casa: es el anónimo nombre que es el número. Concretamente el de cadáveres. La pérdida humana reducida en una estadística. Nos acostumbramos y acabamos normalizando el horror y la destrucción en el sentido más profundo y estremecedor de la palabra.

Una vida perdida en un conflicto es una tragedia familiar irreparable. Es sufrimiento para decenas de personas, que se suma al sufrimiento de la propia guerra. Es sufrimiento sobre sufrimiento. Es un trauma psicológico sobre la tragedia y la desesperanza de futuro alguno. Un lugar donde sólo existe el minuto que corre para no convertirte en la siguiente tragedia de decenas de seres que quieres.

Y, sin embargo, cuando los medios de comunicación nos quieren ilustrar la dimensión del desastre de una guerra, nos enseñan las cifras de los fallecidos. Pero una guerra suele generar entre dos y tres golpes a tantos heridos. Estos heridos también son víctimas que traerán cicatrices, visibles e invisibles, para el resto de su vida. Un fallecido son, estadísticamente, cuatro personas afectadas de forma directa por la violencia más brutal que ejerce la guerra. Y cientos de amigos y familiares angustiados que deben huir por no ser la siguiente víctima de un obús, o de un asesinato a sangre fría, o de una bala perdida que ni siquiera los buscaba a ellos...- _BK_COD_ Imaginen por un momento las miradas llenas de vida de estas personas. Imaginen a los cientos de sonrisas inocentes de niños que también son víctimas de esta guerra despiadada. Los jardines y ventanas, vertiendo su belleza y esperanza de un futuro que nunca llegará. Son recuerdos silenciosos de una vida que ya no está, una vida que quizás un día fue llena y vibrante, ahora reducida a un recuerdo. La guerra no hace distinciones: nada sabe de fronteras ni de culturas, no tiene lógica ni conciencia de lo que extermina. La guerra, por definición, es la aniquilación sistemática de la vida. Es un genocidio implacable a la felicidad.

Entendemos que las guerras llegan a su fin cuando las partes implicadas terminan las hostilidades, pero para la población civil sólo es el final de un capítulo de un hecho catastrófico que continúa; las calles abandonadas, un silencio opresivo que rodea las almas de aquellos que, por suerte o por desgracia, todavía están ahí. Las heridas persisten y el recuerdo de las personas asesinadas permanece vivo en la conciencia de todos los que quedan.

Recuperar la normalidad, a menudo, es del todo imposible. ¿A qué hogar vuelve la familia, medio destrozada, cuando su ciudad ahora es sólo escombros? Para aquella persona que ha huido, y ahora es refugiada en un país extranjero que no la quiere, ¿qué guerra exactamente ha terminado?

La guerra, para quien la vive, es para siempre.

Como sociedad, tenemos la obligación de trabajar para prevenir que se repitan estas tragedias y para generar un mundo en el que las vidas perdidas puedan ser recordadas como una terrible advertencia, y no como una realidad persistente. Como sociedad civil tenemos el deber de asimilar los derechos humanos como una línea roja intrapasable.

El camino hacia el cambio es largo y difícil, pero sólo si cada uno de nosotros hace de la defensa de los derechos humanos una responsabilidad suya, si como a sociedad democrática nos escandalizamos cuando estos derechos se violan, si exigimos a nuestros representantes políticos que los derechos humanos no son relativos, sino absolutos y para todos, estaremos más cerca de convertir esta ficción en realidad.

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