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Un adolescente consumiendo pornografía

En la primera parte de este artículo explico que en griego antiguo la palabra pornografía era un compuesto que significaba "escribir sobre prostitutas". Aunque utilizamos la misma palabra, las cosas han cambiado mucho desde que la pornografía se difundía a través de la escritura y las representaciones artísticas. Con cada transformación tecnológica que han sufrido la codificación de la información y las ficciones –de las tabletas de barro a los pergaminos, de la imprenta a la tinta digital– y la fijación de las imágenes –de los dibujos a la fotografía, del cine al vídeo digital –, la sociosfera se ha fortalecido y se ha vuelto más compleja. Sería ilusorio pensar que, además de ventajas, la sofisticación tecnológica no comporta también problemas más cantiles. La pornografía digital tiene una potencia adictiva y de difusión sin precedentes, lo que provoca cambios de hábitos y comportamientos. A raíz del aumento de denuncias de conductas sexuales violentas contra niños y adolescentes, presuntamente perpetradas por menores de edad, la Generalitat ha creado una comisión para hacer frente a esta situación.

Para que quede claro, éste no es un artículo erotofóbico: cuestionar las implicaciones de digitalizar parte de nuestra sexualidad no es incompatible con desear que las nuevas generaciones tengan una actitud pro sexo (sex-positive, lo llaman en inglés). Es decir, que tengan una actitud abierta, positiva y tolerante hacia la sexualidad. Pero los datos indican que son necesarias acciones como las del Gobierno o las de la CCMA –que está apostando por los contenidos sobre sexualidad–. Es comprensible que la serie documental Generación porno fuera acusada de atizar el pánico moral y es una lástima que el tono no acabara de ser el acertado, porque la situación pide debate e iniciativas. Para añadir contexto: en un artículo del pasado septiembre, The Guardian recogía la preocupación por el aumento y la radicalización de la violencia sexual en los campus universitarios del Reino Unido. Lo alarmante es que en la mayoría de casos el estudiante agresor pertenece al grupo de amigos de la víctima y que muchas víctimas no lo denuncian a la policía, porque el trámite es lento e incluso traumático. En Australia, donde las circunstancias son análogas, este noviembre se ha pedido que se establezca un organismo de control de violencia sexual en las universidades. También en Australia, un estudio gubernamental de 2021 indica que casi un 40% de los adolescentes afirma haber mantenido relaciones sexuales de forma forzada (p.14). En Estados Unidos, a pesar de las medidas que se han tomado en las últimas dos décadas, el problema se ha osificado, tanto en las escuelas e institutos como en las universidades, donde una de cada cinco estudiantes es víctima de la violencia sexual.

En Cataluña la situación no es tan grave, pero el proceso de digitalización sexual tampoco está todavía en el mismo punto. En todos los casos que he mencionado se apunta, en parte, a efectos de la ciberindustria del porno, que modifica los hábitos y los umbrales de excitación. Pornhub, el gigante digital canadiense en el que supuestamente la gente cuelga contenido libremente, ha sido acusado repetidamente de exhibir contenido ilegal. Desde el escándalo destapado por el New York Times sobre el abuso de menores hasta el tráfico sexual de la web agregada GirlsDoPorn (que era uno de los más vistos de Pornhub). Pero todo es aún más complejo. En una investigación, en la pregunta de la BBC sobre las etiquetas relacionadas con violaciones a adolescentes (como "teen abused while sleeping", "drunk teen abuse sleeping" y "extreme teen abuse"), Pornhub respondió: “Permitimos todas las formas de expresión sexual que sigan nuestras normas de uso. Aunque algunas personas puedan encontrar estas fantasías inapropiadas, atraen a mucha gente de todo el planeta y están avaladas por leyes sobre la libertad de expresión.” Los gigantes tecnológicos facilitan la infraestructura para que las fantasías más oscuras se materialicen y se conviertan en altamente rentables a través de una difusión indiscriminada ya menudo no penalizada.

Por otra parte, la extrema ubicuidad de la pornografía también favorece que se ensanche el repertorio de prácticas sexuales, algo que en principio es positivo (dejando a un lado modas peligrosas, como la deestrangular durante el coito). Es el caso del sexo anal heterosexual, que es cada vez más común entre los jóvenes. Aunque el sexo anal practicado con sensatez no comporta muchos riesgos, según un editorial de la principal publicación médica británica, ha habido un notable incremento de casos de lesiones anales y de incontinencia fecal en mujeres jóvenes (las mujeres tienen esfínteres menos robustos que los hombres). El artículo señala a la comunidad médica como gran responsable: muchos médicos esquivan hacer ningún comentario respecto al sexo anal por miedo a ser tildados de moralistas, retrógrados u homófobos. Algo que refleja que la tendencia de polarizar en extremo los debates puede tener consecuencias nefastas: la cultura de la cancelación limita las conversaciones y el acceso a la información.

Con este artículo no pretendo contribuir a atizar el pánico moral, sino ofrecer un aseo de algunos de los problemas que han surgido con los avances tecnológicos. En el caso de la deriva digital de la pornografía se necesitan varias cosas. La primordial es la más difícil de conseguir: una regulación europea (global sería ciencia ficción). Mientras esto no llega, la opción al alcance del consumidor es la pornografía ética: si pagamos por quién sabe cuántas plataformas de contenidos de entretenimiento, ¿por qué no lo hacemos con la pornografía? Y, sobre todo, es necesaria una educación sexual y digital sólida que empiece en primaria.

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