Las que hemos seguido con interés la vida política latinoamericana conocemos de primera mano el fenómeno del lawfare. Se trata de la utilización iliberal de las instancias judiciales para la disputa política, llegando incluso a la destrucción y/o encarcelamiento del oponente político. Esta utilización fraudulenta de los tribunales puede acabar pervirtiendo la vida política de un país y a la vez suponiendo una importante devaluación de su calidad democrática. Los casos Lula en Brasil, Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia dibujan de manera clara esta combinación entre la manipulación de la justicia (con prácticas que parece que formalmente se ajustan al procedimiento pero alejadas del espíritu garantista) y una participación activa de algunos medios de comunicación. Es más, se trata de una retroalimentación entre el activismo judicial y mediático.
No sorprende que en contextos como los citados las víctimas de este fenómeno sean principalmente liderazgos de fuerzas de progreso. Tampoco es de extrañar que en la región con más desigualdad del planeta, con unas estructuras institucionales bastante débiles, el poder judicial sea ontológicamente conservador. Y que en contextos de importantes transformaciones económicas, políticas y sociales una parte de este poder judicial se alinee con las oligarquías para parar las nuevas medidas. Unos poderosos que han mantenido sus privilegios gracias a la pobreza e indigencia de amplios sectores ciudadanos y que, de golpe, pasan a ser gobernados por “los nadie” (cogiendo prestadas las palabras de Galeano). Sindicalistas, académicos de izquierdas o indígenas ocupan lugares de poder como nunca hasta ahora había sucedido.
Lawfare aquí. El contexto catalán, español y, en general, europeo dista de esta realidad descrita. Sin embargo, desgraciadamente, también tenemos que hablar de lawfare. En los últimos años, me vienen a la mente, entre otros, los casos de Alberto Rodríguez o Isa Serra (condenados por hechos vinculados a movimientos sociales), Vicky Rosell, Íñigo Errejón, Xavier Trias o Pablo Iglesias (implicados en casos bastante incomprensibles y con consecuencias político-comunicativas pero no penales), Ada Colau y otros regidores del Ayuntamiento de Barcelona (con acusaciones vinculadas al impulso de medidas ambientales o de vivienda) o la reciente imputación de Mónica Oltra por supuestamente haber encubierto unos abusos de su exmarido aunque el mismo juez diga que no hay “prueba directa”. También puede ser considerado lawfare el activismo judicial que intenta deslegitimar y desgastar la actuación del gobierno de coalición PSOE-Podemos. Dos ejemplos: 1) el cuestionamiento de la utilización del estado de alarma durante la pandemia del covid-19 (el TC dice que se tendría que haber hecho uso del instrumento del estado de excepción); 2) la reapertura por parte del Supremo de la discusión judicial sobre la concesión de los indultos a los presos independentistas, institución que es competencia del órgano ejecutivo.
El lawfare tal como lo he presentado en este artículo no es la única deriva iliberal que se produce aquí. Incluso quizás no la más importante. Pero en cuestiones que tienen que ver con la regresión del estado de derecho creo que hay que hilar fino. Desde mi punto de vista no todo es lawfare. No he puesto el ejemplo de los diferentes juicios al Procés, o incluso de las inhabilitaciones por pancartas (Torra y Juvillà), porque pienso que entrarían en otra categoría: el uso del excepcionalismo para gestionar un conflicto político. O dicho en otras palabras, estamos ante la utilización de la cultura de la emergencia, de los macroteoremas y de los jueces militantes para hacer frente a cuestiones que consideran de estado: la lucha contra el terrorismo, la integridad territorial, etc. Sé que la línea de la tipología es fina y porosa, pero creo que la judicialización del Procés independentista tiene unos patrones que se asemejan bastante a la gestión del último tramo del conflicto vasco y al papel de algunos jueces estrella, con una importante autonomía corporativa de los jueces.
Hilar fino. Mónica Oltra, en la declaración pública el día de su dimisión, y como buena comunicadora que es, dibujaba muy bien el enmarcamiento y los objetivos del lawfare: “Ganan los malos [...]. Nos están fulminando uno a uno con denuncias falsas. Y el día que ustedes quieran reaccionar los habrán fulminado también a ustedes”. Pero es más, la misma Oltra hace unos años (se puede ver en varios vídeos recuperados en las redes) exponía un elemento relevante: consciente de la posible utilización partidista de los tribunales, pedía la dimisión a los dirigentes del PP acusados de corrupción no por el hecho de haber sido imputados sino por las pruebas que se iban haciendo públicas. Es decir, por el contenido. Es una frontera compleja pero seguramente más justa y útil con relación al fenómeno que estamos describiendo. Y que tendríamos que ser capaces de incorporar para no continuar haciendo crecer las prácticas de lawfare.