Probablemente, la escasez (relativa) de noticias en pleno mes de agosto contribuyó a amplificar una polémica con tan poca sustancia como la del silbido a la alcaldesa de Barcelona en el pregón de la fiesta mayor de Gràcia y la reacción del presidente de Òmnium Cultural. En esta dinámica sin fin de polémicas efímeras en la que vivimos, las redes y algunos medios digitales hirvieron durante unos días. Y como suele pasar, unos y otros intentaron aprovechar la anécdota para reforzar sus posiciones en una especie de guerra ideológica gallinácea.
Los hechos de la Plaça de la Vila no tienen más recorrido, pero algunas de las reacciones no dejan de tener su interés. Principalmente, porque la apelación de Jordi Cuixart a la idea de las luchas compartidas suscitó una reacción contraria en que se visualizó una extraña coincidencia entre un cierto independentismo y los sectores más antiindependentistas de las izquierdas catalanas. En un cierto sentido, gracias a esta anécdota intrascendente, pudimos comprobar a quién le molestan las luchas compartidas.
La idea de las luchas compartidas fue una de las primeras campañas de Òmnium bajo la presidencia de Jordi Cuixart. La campaña reivindicaba la movilización y la acción colectiva como motor de cambio y progreso. Y, sobre todo, reivindicaba la memoria de las luchas que injertaron el catalanismo con el antifranquismo obrerista protagonizado, sobre todo desde los años 60, por los trabajadores y trabajadoras llegados a Catalunya desde otros lugares del Estado. En aquella experiencia compartida de resistencia democrática se forjó un espacio compartido que permitió, por un lado, reformular y actualizar la idea de la catalanidad y, por el otro, conjurar la amenaza lerrouxista de la división de Catalunya en dos comunidades. Son hijos de esto, entre otros, la Assemblea de Catalunya, la recuperación del autogobierno, el modelo de escuela catalana y el consenso lingüístico de la autonomía recuperada. El catalanismo postfranquista nace precisamente en aquel espacio de las luchas compartidas, y plurales, de las resistencias antifranquistas.
Evidentemente, aquello no fue una balsa de aceite: no hay que idealizar el pasado para reivindicarlo. Las contradicciones ideológicas y de clase, y los intereses contrapuestos de grupos de poder enfrentados, condicionaron totalmente las relaciones entre aquellos mundos. A medida que el franquismo quedaba atrás, y la derecha españolista languidecía a los márgenes de la política catalana -y española-, se fue imponiendo la dialéctica bipolar entre el mundo convergente y el mundo socialista, que son los dos espacios políticos que acabaron predominando en los respectivos espacios sociales. A pesar de la agrura de la confrontación superficial, se preservó un cierto espacio de consenso. Un consenso en parte basado en la abstención masiva en las elecciones al Parlament, en un reparto tácito de administraciones y espacios de poder y en los silencios de unos y otros respecto a la corrupción de los demás. Son los años del oasis, en que se preservó el consenso de la normalización y la autonomía, a la vez que unos y otros se tapaban las vergüenzas y se repartían el poder.
En aquel contexto, el recuerdo de las luchas compartidas de la Transición se fue apagando. Se impuso una cierta amnesia sobre el protagonismo ciudadano en la recuperación de las libertades, de los derechos, de la dignidad de los barrios y también del uso de la lengua. El relato dominante tendió a tapar el papel crucial de la movilización social en todo aquel proceso, para privilegiar el papel de las instituciones y las élites. Como siempre, la memoria la construyen los que tienen el poder. Pero si hay un lugar donde la democracia y el autogobierno son fruto de la movilización ciudadana, es Catalunya.
Entre 2003, con el ascenso de ERC y el Pacto del Tinell, y 2011-12, con la crisis, el 15-M y el inicio del Procés, todo aquello saltó por los aires. Aquel consenso con pies de barro llegó a su límite. Y la derecha españolista recuperó su viejo proyecto de división de la sociedad catalana como principal instrumento para enfrentarse al catalanismo, primero, y al independentismo después.
Aprovechándose de las carencias del consenso anterior, y de la dinámica de polarización política, se tensó la sociedad catalana. No tanto como dicen algunos, pero más de lo que sería deseable, ciertamente. Hay quien acusa al independentismo de ser el “culpable” de esta tensión, y sugiere que la demanda de un referéndum de autodeterminación es más de lo que puede resistir la unidad civil de la sociedad catalana. Es una interpretación posible, extremadamente conservadora, pero posible. Hay otras: también podemos pensar que si el Estado hubiera accedido a articular un mecanismo para ejercer el derecho a decidir en lugar de optar por la policía y el Código Penal, la sociedad catalana habría reforzado su cohesión.
En todo caso, en aquel contexto de 2015 Òmnium decidió recuperar la memoria de las luchas compartidas del pasado, como un recordatorio y un antídoto ante la amenaza de la división social. Tanto desde determinados sectores del independentismo como desde las izquierdas más antiindependentistas aquella apuesta se ha visto siempre con una incomodidad mal disimulada. Porque desafiaba los esquemas duales e intentaba superar los límites estrechos y predefinidos de los clichés ideológicos en que unos y otros se encuentran tan cómodos. Aquello tuvo un éxito relativo, ciertamente. Pero no despreciable: sin la terquedad de espacios como Òmnium (entre otros), quién sabe hasta dónde habría llegado la dinámica de división que azuza el españolismo, y que un cierto independentismo no tiene manías en retroalimentar de buen grado.
Preservar la memoria de las luchas compartidas, y proyectarla hacia el presente y hacia el futuro es, ahora, más necesario que nunca. Porque es solo desde aquel espacio amplio y transversal que se puede construir una solución democrática a los retos que tiene la sociedad catalana. La alternativa es la parálisis de los bloques enfrentados e incomunicados, que es precisamente donde se encuentran cómodos los y las que estos días despreciaban las luchas compartidas.