1. Verdad. En el año 1943, Alexandre Koyré denunciaba la verdad que “no radica en su versión universal sino en su conformidad con el espíritu de la raza, de la nación o de la clase social”. Y lo denominaba “la mentira moderna”. Las bases siguen siendo las mismas pero la potencialidad del engaño no ha parado de crecer, aunque las formas puedan ser más suaves que en la época en la que escribía el filósofo de la ciencia, que nacido en Rusia hizo carrera en Francia.
La sociedad ha asumido con toda naturalidad la mentira como reclamo de la publicidad de masas (ya sea comercial o política) y en el universo digital campa como quiere con toda impunidad. Todos sabemos que la mentira es inherente a una especie articulada sobre la voluntad de poder; asimismo, desde la homilía del cura en la misa del domingo –principal medio de comunicación en estas tierras durante muchos siglos– hasta la colonización digital de nuestros cerebros, hay una sustancial mutación de los sistemas de construcción de verdad. Nunca habíamos tenido tantos instrumentos para acercarnos al conocimiento y, por lo tanto, situar en su lugar las ficciones que alimentan y consuelan la experiencia humana, pero tampoco habíamos dispuesto de tanto potencial para poder normalizar la mentira dándole estatus de verdad colectiva.
Asimismo, lo que no ha variado desde Koyré es el papel de la mentira: la construcción de la relación de fuerzas entre los enemigos reales o potenciales. Y es esto lo que a menudo hace difícil discernir el grano de la paja en el debate político y social, reconstruir la verdad en unos discursos que no tienen un objetivo de conocimiento sino de demarcación entre nosotros y los otros, lo cual comporta una voluntad de adhesión, es decir, de aceptación de la mentira propia, que cohesiona un grupo comunitario determinado. Y la cuestión se agrava cuando los que se supone que tendrían que aportar el sentido crítico se apuntan a la lógica frentista.
2. Identidad. “Libertad, igualdad, identidades”, decía la última portada de Philosophie Magazine, como si dos siglos y medio después la fraternidad se la hubiera tragado el comunitarismo. Es decir, como si el ciudadano hubiera tenido que entregar su autonomía al ente superior de pertenencia. Como ha descrito Najat El Hachmi, este juego sitúa a muchas personas en un penoso territorio de fuegos cruzados: identificadas irremediablemente como raras por sus rasgos físicos, sexuales o culturales y al mismo tiempos sometidas a las exigencias de los que pretenden tener autoridad sobre ellas por razón de su condición de origen. Un sistema de tensiones que no solo condiciona la libertad individual de las personas, sino que a menudo genera fracturas y conflictos de exclusión en los propios espacios identitarios en nombre de las correcciones políticas.
Ser relacional, el individuo no puede andar solo, pero ¿cuál es su grado de autonomía –medida en términos de libertad e igualdad– a estas alturas? Si queremos hablar de progreso, es decir, de mejora de la condición humana, esta es una cuestión central. La sensación de vivir en una especie de presente continuo probablemente tiene que ver con la dificultad de vivir en libertad la propia condición a partir de múltiples pertenencias. En un momento en el que las opciones aumentan pero en el cual las posibilidades de hacerlas efectivas exigen la defensa colectiva, los frentes de confrontación aparecen por todas partes. Y cada vez es más difícil la construcción de puentes, porque muchos comunitarismos creen que su supervivencia está en la capacidad de dinamitarlos. Es un callejón sin salida, en el que constantemente la voluntad de emancipación choca con la voluntad de poder interna en cada familia ideológica o identitaria.
Y todo esto bajo la amenaza de unos poderosos sistemas de control social que cada vez tienen más capacidad para decidir sobre el comportamiento de cada cual, en una lógica que ha sustituido el deseo por la pulsión. Me gustaría creer que la parada de la pandemia nos puede hacer repensar todo ello. Pero me da miedo que tenga razón Michel Agier cuando dice que “el miedo ha pasado al rango de medio global”, tanto en su vertiente existencial como social. Empecemos por llamar a las cosas por su nombre y quizás consigamos avanzar.
Josep Ramoneda es filósofo