La figura de Elon Musk es, de alguna forma, la expresión extrema de nuestro tiempo: una figura compleja, banal y muy paradójica. Por un lado, hace ya dos décadas que se iba proyectando a sí mismo como el más exitoso exponente de la denominada “nueva economía californiana”, la de las big tech, desde que fundó la empresa de vehículos eléctricos Tesla. Se esforzaba por exhibirse como parte de la estela mitificada de aquel Silicon Valley de los utópicos de los años 70 que se instalaron allí como una forma de abrazar naturaleza y tecnología con un modelo de vida más sostenible. La sombra de Steve Jobs es evidente.
Pero hace dos años, con la noticia de su adquisición del entonces Twitter, ahora X, todo toma otro rumbo. Este gesto, que revela un deseo irrefrenable de notoriedad pública, anunciaba la llegaba a una segunda fase del capitalismo de plataformas, como lo definió Nick Srnicek: se abandonaba ese carácter utopista y vanguardista de las últimas décadas para entrar en una plutocracia extractivista –que autores reconocidos como Mariana Mazzucato y Evgeny Morozov han definido como feudalismo tecnológico–. Esta nueva vieja mirada ve el sector tecnológico solo como un mercado más dentro del sueño imperial por poseer un nuevo mundo. Y Musk no está solo. Jeff Bezos, con más mano izquierda, sigue un camino similar. Basta con ver cómo expande su abanico de negocios –desde el gigante de la compra online hasta sectores como la alimentación o la prensa.
Musk no pertenece a la genealogía que dio un giro radical respecto a la figura del gran magnate de la era dorada del capitalismo industrial capitaneada por figuras como John Davison Rockefeller, Henry Ford o William Randolph Hearst. No es ni un friki de garaje como Gates, ni un gurú inspirado en las ventoleras del hippismo como Jobs. Como otras muchas figuras de las finanzas que están virando en las últimas semanas del tradicional progresismo de la economía californiana hacia un tímido apoyo a Trump, Musk encarna a una nueva generación de lo que se define como “ricos más ricos que nunca” que están, finalmente, saliendo del armario. Ya no van en bicicleta y chancletas al trabajo; ahora trotan con sombrero de cowboy.
Como nos recordaría el economista Paul Krugman en el New York Times, todos estos superricos hacen más profunda la brecha entre clases sociales y, por tanto, ejercen una “jerarquía financiera” nunca vista que les permite pagar guerras, comprar de un día para otro clubs de fútbol o interrumpir la hegemonía de los estados en campos como la industria militar o la aeronáutica. Pero nunca obtendrán lo que Max Weber definió como la “jerarquía del prestigio”, porque carecen de cualquier otro imperativo ético que enriquecer el ego. Basta con ver las escenas de Musk, entre ridículas, llenas de mal gusto y de falsedades, en el mitin de regreso de Donald Trump al escenario del tiroteo, en Butler, en el estado de Pensilvania.
Musk es un gran businessman adaptado al siglo XXI, innovador y oligárquico a la vez. Es moderno y con sello ecologista, pero radicalmente individualista e inflexible como los hombres pioneros de la edad dorada del capitalismo yanqui. Nada muy innovador en la pulsión monopolística que Musk ha ido materializando a lo largo de dos décadas: del mundo digital de Paypal y X a la automoción verde de Tesla, pasando por el espacio aéreo con SpaceX o las obras públicas con The Boring Company. Pero, a diferencia de aquellos viejos filántropos, el nuevo tipo de soberano global busca el placer, por medio del ágora pública, en el deseo de atención y notoriedad. En el mismo terreno se mueve Donald Trump, con quien Musk comparte una renovada homofobia y alma libertaria en el sentido angloamericano: ultraliberal y antisocial. Ambos dan vigor a un libertarismo basado en la subyugación social y en la negación del estado como garantía de equilibrio social.
Comparten valores y rasgos de la personalidad porque también han recibido valores formativos similares. La nueva cultura de la start up que han adoptado escuelas de negocios ejemplares, como la Wharton School de la Universidad de Pensilvania, donde tanto Trump como Musk estudiaron, empuja al joven estudiante hacia una carrera a todo trapo hacia el éxito efímero, más que al reconocimiento social, sin reservas morales para ejercer la frivolización del mal. De esto surge el placer para la denigración pública y la producción de odio que ambos practican asiduamente. Haciendo uso ilegítimo de los valores del liberalismo clásico, reclaman la "libertad de expresión" para unas palabras que solo buscan una dominación sobre el otro, ya sea racial, de clase, de género, etc. Bien que lo sufre Kamala Harris.
Musk y Trump, sin embargo, no son el problema. Son el síntoma de una nueva época de hegemonía del hombre económico por encima del hombre político. Este nuevo dominio de la vida económica, por extraño que parezca, atrae mucho a las nuevas generaciones porque utiliza un discurso invencible. La lógica antiburocrática que ambos personajes profesan –no solo frente a los antiguos estados socialistas sino sobre todo contra las democracias más sólidas de hoy en día, como Europa o Estados Unidos– busca la adulación del ciudadano que ya no se siente protegido por la vieja idea del estado garantista ni tiene demasiadas esperanzas en el futuro.
La ejemplaridad de estas figuras es nula, e inversamente proporcional a su enorme influencia. De fondo, la aceptación pasiva del dominio por parte del ciudadano medio, entregado a los supersoberanos en una perversa relación basada en el hedonismo y el sadismo, pone en evidencia una crisis existencial colectiva. Si Trump solo pudo ganar unas elecciones en la democracia más antigua del planeta, el dueto Trump-Musk tiene opciones reales de seguir ejerciendo su desmedido ego desde el mando de la gran locomotora política y económica del mundo.