No envidie la infancia de los viejos

'Ni-ni' o jóvenes en situación de precariedad?
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Le pregunto a A., que acaba de cumplir 70 años, por su infancia. La infancia de cualquier persona, como le dijo el actor ruso Roland Bikov en Montserrat Roig, es la antigüedad de cada ser humano. O sea que para entender la antigüedad de una sociedad, sus raíces, es necesario saber cómo fueron niños los que ahora son mayores. Pero ¡ay!, las relaciones intergeneracionales no están de moda, las comidas familiares son un palo y los viejos repapian o se repiten. Acostumbrados al entretenimiento continuo y exigiendo a las personas reales un ritmo de tiktoker, la ya conocida melodía de los más grandes se hace pesada e invita a la fuga hacia la pantalla tan placentera para la hiperactividad carente de atención tan característica de nuestro tiempo. Sólo quienes tenemos una naturaleza narrativa y buscamos historias en cada pedazo de vida seguimos escuchando a los que se repiten lo pequeños que escuchábamos los cuentos de hadas. Los pequeños cambios que la persona va introduciendo en un relato ya conocido constituyen pistas esenciales sobre la antigüedad de los años previos a las penas y angustias del mundo adulto.

Pues le pregunto a A. cómo vivía de pequeño y me cuenta, por ejemplo, que no tuvo un armario propio hasta que fue muy mayor. Hasta que trabajó y se le pagó, de hecho. Había uno matrimonio con cuatro lunas, y allí se guardaba toda la ropa. Y no hablo de alguien que en aquellos tiempos pudiera decirse que fuera pobre: ​​era una familia normal de clase media, pero en los pisos de las clases medias de familias normales no había armarios en cada habitación. Como no había almuerzos en restaurantes a menos que se celebrase algo que mereciera pagar lo que había costado meses ahorrar. A. fue de viaje por primera vez cuando ya llevaba años trabajando y ahorrando viviendo, claro, con los padres, porque antes nadie soñaba con vivir solo, los solos lo estaban por circunstancias vitales adversas. Y nadie se emancipaba sin ayuda inicial de la familia, normalmente por la vía establecida del matrimonio. Eso sí, a A. el trabajo le duró toda su vida: desde que empezó con 20 años hasta jubilarse. Dudo mucho que nadie le preguntara si aquélla era la que quería hacer o si ansiaba dedicarse a otra cosa. Cuando el sitio es estable y te pagan cada mes y las normas para cumplir con tus obligaciones son claras, no necesitas pensar más. Ahora A. está jubilada y es de esa generación que ya empieza a ser vista con suspicacia porque cobra una pensión que, a pesar de no ser algo del otro mundo, a veces es más alta que el sueldo de un joven que acaba de iniciar su vida laboral.

Ésta es también una diferencia importante: los sueldos son bajos, es cierto, pero lo que no ocurría cuando A. tuvo el primer trabajo era que alguien que empezara esperara tener las mismas condiciones que los que llevaban años en la rueda. Una rueda trabada, es verdad, porque quizás no te frustraría tanto cobrar una miseria al principio y hacer las peores tareas si tuvieras perspectivas reales de promoción, de ascenso social, pero aunque la realidad sea ésta, el discurso derrotista del “no se puede hacer nada” es falso y sirve para hundir aún más en el desánimo a una generación que ha vivido la mejor de las infancias y ahora se ve incapaz de asumir los retos de la vida adulta en una sociedad neoliberal que va erosionando las estructuras de protección de los derechos ciudadanos. Los padres del presente lo hemos sacrificado todo para garantizar a nuestros hijos una "antigüedad", una raíz vital casi ideal, más conscientes que en ningún otro tiempo de la importancia de la infancia. Sería injusto que con esta herencia que ya les ha venido dada bajaran los brazos a la primera de cambio, se instalaran en la queja inútil o, peor aún, se dejaran seducir por la nostalgia de un tiempo como el de la juventud de A., que dista mucho de ser envidiable.

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