Los indultos de los presos del 1-O ya están aquí, pero subsiste el problema de los miles de personas encausadas judicialmente o con procedimientos de responsabilidad contable ante el Tribunal de Cuentas. Hay aun así algunas vías de solución, y una de ellas es la amnistía. Ciertamente, se trata de una vía anatemizada —se dice que por inconstitucional—, pero también los indultos eran inviables e ilegítimos hace pocos meses. No nos engañemos. Se trata de una cuestión esencialmente de voluntad política. La razón de estado siempre encuentra fórmulas que encajen dentro del estado de derecho.
Quizás pocos recuerdan que a partir de 1992 se desplegó una auténtica operación de estado que tenía como objetivo evitar que Terra Lliure actuara durante los Juegos y, como segunda derivada, la disolución de la organización armada. Las cosas empezaron mal, sin embargo. Con una brutal razia policial y judicial de carácter preventivo, en vigilias de las olimpiadas, con detenciones y torturas por las cuales en 2004 Estrasburgo condenó a España. En 1995, aun así, 25 de los detenidos en la conocida como garzonada fueron juzgados, y 18 fueron condenados por pertenecer a organización armada. La Fiscalía pidió el indulto total o parcial para la mayoría de los acusados durante el juicio y los condenados (15) fueron liberados en 1996 gracias a un indulto concedido por el gobierno de José María Aznar (BOE del 8 de agosto). A finales del mismo 1992 se produjeron nuevas detenciones, que no llegaron a juicio, porque esta vez la Audiencia Nacional (el mismo Garzón y el juez Carlos Bueren) aplicó el artículo 57 bis b) del Código Penal de 1973, que permitió al cabo de un tiempo “el sobreseimiento libre y espontáneo” de sus causas. Punto final.
Volviendo a la amnistía, hay que reconocer que la Constitución no la menciona explícitamente. Solo indica que corresponde al rey ejercer el derecho de gracia, que no se pueden autorizar indultos generales, ni ejercer la iniciativa legislativa popular en estos casos, ni aplicarlos a los supuestos de la responsabilidad criminal del presidente y otros miembros del gobierno central. Ahora bien, este silencio constitucional, combinado con la prohibición de los indultos generales, ha llevado a algunos sectores políticos y jurídicos —y la mesa del Congreso de Diputados— a sostener que la Constitución excluye la amnistía, con el argumento de que, si el texto constitucional prohíbe como mínimo el indulto general, con más motivo prohíbe la amnistía. Esta interpretación, de signo prohibicionista, ha sido contradicha por numerosos constitucionalistas y penalistas, que han defendido su admisibilidad. El mismo Tribunal Constitucional (STC 63/1983 y 147/1986) ha confirmado esto al no cuestionar la actuación del legislador cuando en su día aprobó una ley de amnistía, afirmando, además, que se tiene que entender como "una razón derogatoria retroactiva de unas normas y de los efectos que le están ligados" (STC 63/1983, FJ 2).
En resumen, el Estado puede dictar disposiciones retroactivas favorables (art. 9.3 CE), y esto, junto con la ausencia de prohibición expresa, tiene que permitir una ley de amnistía. Tanto es así, que sigue como causa de extinción de la responsabilidad penal al artículo 666.4 de la ley de enjuiciamiento criminal. Además de esto, si uno de los valores constitucionales como es la “justicia” —además del interés público— ha estado presente en la concesión de los indultos, también se puede proyectar sobre la amnistía, en el sentido que es indudable que el Estado tiene que favorecer la resolución de un conflicto político que hoy ya nadie niega ni aquí ni en Europa. En último término, hay que tener presente que otras Constituciones históricas españolas tampoco preveían la amnistía y esto no fue un obstáculo. Sin ir más lejos, la amnistía ratificada por la diputación permanente del Congreso de Diputados en 1936, acordada por decreto ley de 21 de febrero de aquel año, dejó sin efecto las penas de 30 años de prisión por el delito de rebelión que el Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República había impuesto a Lluís Companys y a algunos de sus consejeros a raíz de los hechos del 6 de octubre de 1934. La exposición de motivos del mencionado decreto ley era muy elocuente, por cierto, al calificar la amnistía de "medida de pacificación conveniente al bien público y a la tranquilidad de la vida nacional, en la que están interesados del mismo modo todos los sectores políticos". Pues eso.
Joan Ridao es profesor de derecho constitucional en la Universitat de Barcelona