El vicesecretario de Acción Institucional del PP, Esteban González Pons, y el ministro de Justicia, Félix Bolaños, junto a la vicepresidenta de la Comisión Europea, Vera Jourová.
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Dos interrogantes de la columna de hace un par de días ya han obtenido respuesta: sí, la ley de amnistía ha empezado a aplicarse, hay que decir que sin dilación. Y sí, se ha renovado el Consejo General del Poder Judicial con una demora de cinco años, algo insólito que pone (sigue poniendo) en entredicho el estado de derecho en España. Ahora bien, en democracia siempre es mejor un acuerdo mediocre que ningún acuerdo, y, aunque sólo sea por eso, debe celebrarse. Mejor dicho: sólo por eso, porque el acuerdo llega tarde y mal.

Se ha vuelto a derrochar la ocasión de reflejar la pluralidad, con la que después se llenan la boca los socialistas, en un acuerdo de estado. Por mucho que ellos lo nieguen, el acuerdo entre PSOE y PP (alcanzado, dicho sea de paso, con arbitraje europeo, una figura que según el PP supone un ultraje a la soberanía española cuando se trata de dirimir conflictos territoriales como el de Cataluña) no deja de ser un reparto de sillas entre los dos grandes partidos, que prescinde descaradamente de los partidos minoritarios, así como de los partidos catalanes y vascos –mal llamados nacionalistas, como si los grandes partidos españoles no fueran los grandes nacionalistas. Precisamente por nacionalismo, y concretamente por nacionalismo español de estado, se niega la presencia a todas estas fuerzas, que no son precisamente extraparlamentarias (tienen todas representación en el Congreso), pero sí, en muchos casos, extramadrileñas. Y el propósito, la declaración que se hace con este acuerdo, es que la política española es algo que se hace en Madrid, aunque Madrid pueda trasladarse, en su caso, a Bruselas.

A Feijóo se le cae como una bendición este acuerdo, porque le permite exhibir dos cosas que no había mostrado desde que se convirtió en líder del PP: moderación (entendida como centralidad) y capacidad de liderazgo. Llegar a un acuerdo trascendente con el PSOE, en vez de optar por hacer volar la legislatura al precio que sea, es un golpe de autoridad de Feijóo frente al sector más duro del PP, Ayusos y compañía. O un intento de golpe de autoridad, al menos, porque el mal ya está hecho, y el mal son las autonomías donde el PP gobierna con Vox, consintiendo (y aplaudiendo) a todos los atropellos de la extrema derecha. Mientras Bolaños y González Pons anunciaban –con cierta cursilería incluida– el acuerdo para renovar el CGPJ, el PP de Baleares rechazaba con malos modales el ofrecimiento de Francina Armengol de poner sus votos a disposición para sacar al patético Gabriel Le Senne de la presidencia del Parlament y poner al menos a alguien del PP. Los peperos baleares no se atrevieron. Y además, ya les está bien tener en las instituciones hooligans fascistas que digan las cosas que ellos piensan pero disimulan (mal).

Para Pedro Sánchez evidentemente el acuerdo también es un éxito, porque se produce bajo su presidencia y porque llega justo antes de que expirara el plazo que él había impuesto. Él sabía –como todo el mundo– que al PP no le conviene ninguna renovación que pudiera acarrear una pérdida de control de la sala segunda del Supremo, donde se juzgan los casos de corrupción.

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