Se llama pirámide del odio y la podéis encontrar, entre otros lugares, en la web del Ayuntamiento de Barcelona. En la base existe una capa de estereotipos y prejuicios que llevan a la alteridad y la deshumanización. El caso más claro es el que sufren los niños y jóvenes que llegan exhaustos a una playa o a la cubierta de un barco. ¿Quiénes son esa gente desconocida de piel oscura que vemos en nuestras pantallas? No lo sabemos, pero "dicen que". Pronto dejan de ser jóvenes vulnerables por ser menas. Y con el nombre, les quitamos cultura y valores.
Una vez establecido el prejuicio, llega la segunda capa de la pirámide: el discurso de odio. Es una capa pública de fake news, culpabilidades y chivos expiatorios. Los menas, ya hechos concepto colectivo, son la causa de la inseguridad o la violencia machista. Aquel chico ya no busca sobrevivir, sino que es una pieza del plan maquinado para destruir los valores de nuestra justa sociedad. La víctima es ahora una amenaza para nosotros.
Hay discursos de odio en todos los ejes de discriminación, por supuesto. Y es en el de la identidad de género publicado recientemente en este diario por una profesora universitaria, para más inri autollamada feminista, donde yo, mujer trans, me reconozco como víctima. Para esta antropóloga, las personas “trans”, y en particular los menores “trans”, puestos así entre unas comillas que hacen de barrotes, somos una “falacia” que se propaga exponencialmente y que provoca que haya “toda una generación de niños y jóvenes, que estaban bien sanos, mutilados y convertidos en dependientes vitalicios de tratamientos”.
No exagero: este artículo es básicamente discurso de odio. Analizamos sus elementos, y empezamos por el lenguaje. En el artículo encontramos “trans” entre barrotes lingüísticos, amputarse los senos, atrapado en un cuerpo, incongruencia, mutilados, incidencia, disforia de género de inicio rápido por contagio o dependientes vitalicios. El marco conceptual es aterrador. Destaco la expresión estar atrapado en un cuerpo, un concepto de origen médico que solo el discurso de odio utiliza atribuyéndolo al activismo trans*.
Un segundo elemento del discurso de odio es la falta de voz de los propios niños y jóvenes, sean mena o “trans”. ¿Por qué habría que preguntarles, si ya somos profesoras o expertas en género? El tercer elemento es la autovictimización. Poco importa que la diversidad de género sea causa de violencias, como se observa en todos los patios de instituto: somos la amenaza, y quien resiste a la opresión es quien ostenta el canon social y la representación en medios audiovisuales.
El cuarto elemento es el llamado cherry picking: tomamos uno o dos casos particulares y los generalizamos a miles de jóvenes y, por qué no, a todas las personas trans*. Todas somos falacia. Hay miles de personas y familias trans* satisfechas por la atención del servicio Trànsit, y el tejido asociativo trans* es precario, pero diverso. No importa: los dos casos de padres preocupados son la prueba de la epidemia. Y esto nos lleva al quinto elemento del discurso del odio en el artículo: las asociaciones y la acción política contagian la “falacia trans”. ¿No será que la profesora confunde causa y efecto? La discriminación lleva a una acción política y a tejer redes de complicidad, pero la acción y la complicidad no comporta convertirse en trans. Por favor.
El último elemento, definitivo, del discurso de odio es la conspiranoia: “Esto [los derechos trans] no son derechos humanos, sigan la pista del dinero”, acusa el artículo, una pista que lleva a la conjura farmacéutica, según la autora. Da igual que las personas trans* no seamos ni siquiera indicación de ningún medicamento según las agencias española y europea. Da igual que las personas trans* seamos de los colectivos más pobres del mundo. “Sigan la pista del dinero”, proclama, y se les revelará la conspiración trans y queer.
El artículo ya no sube más niveles, pero la pirámide del odio de este discurso tiene más, y están presentes entre nosotros. Lo siguiente es la discriminación. Va, contesten sinceramente: ¿cogerían como dependienta o alquilarían su piso a una mujer trans? Si dudan, pueden discriminar. Otro nivel son las violencias psicológicas, físicas, sexuales. Y el último, al que han llegado demasiadas pirámides del odio, es el genocidio.
Frente a las pirámides del odio, cordón sanitario en todos los niveles. Connivencia suficiente. No podemos ni queremos controlar las emociones personales, solo faltaría, pero hay que aislar el odio allí donde se presente públicamente, sea en los Parlamentos o en los medios de comunicación. Los agentes sociales comprometidos con una sociedad de derechos y contra la sociedad del miedo, también este diario, deben actuar en consecuencia, y no dar voz al discurso de odio. Darla en pro de una libertad de expresión mal entendida, además, nos condiciona el debate, que deja de hablar de derechos de los colectivos para defender solamente su existencia.
Por último, no presupongamos que en los espacios sociales a favor de los derechos en algún eje de discriminación no pueden caber pirámides del odio en otros ejes. Están ahí, y así se blanquean. Así ha arraigado el racismo o la transfobia en ambientes supuestamente progresistas: hay quien cree que la lucha antirracista entorpece la lucha obrera, y quien cree que el hecho trans* entorpece el feminismo. Peor aún, un rasgo peligroso de las pirámides del odio es que se alimentan entre sí: hace justo una semana Lidia Falcón, presidenta del Partido “Feminista” de España y pionera del discurso de odio contra las personas trans*, participaba en un acto de Vox.
Sabemos qué hace falta hacer. “Y no hay excusas”, avisa Àlex Bixquert, un hombre trans como los que invalida en el artículo, a Silvia Carrasco. “Todo el mundo sabe lo que dijo el maestro Yoda al joven Anakin Skywalker: el miedo es el camino hacia el lado oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento. Percibo mucho miedo en ti”.