Si fuese la madre de alguien evaluado en las últimas pruebas PISA, estaría preocupada y enfadada. Preocupada, por si mi hijo y sus contemporáneos terminarán siendo personas con pocos conocimientos y poca capacidad crítica; y enfadada, porque pensaría que la criatura invierte muchas horas cada semana en una escuela de la que saca mucho menos rendimiento de lo necesario.
Debido a que la preocupación y el mal humor que no van seguidos de una acción transformadora son estériles, y entendiendo que mi responsabilidad educativa es procurarle las mejores condiciones posibles para aprender, pensaría qué puedo hacer por mi hijo. Me refiero a qué puedo hacer para ayudarle a poder formar parte de una generación mejor formada, de un conjunto de ciudadanos más capaces de comprender, razonar y decidir de acuerdo con información verídica y con respeto por los demás. No quiero que viva en una sociedad desigual donde sólo “se salvan” a quienes tienen familias con opciones de procurarles herramientas de apoyo particular, y además pienso que educar a mi hijo pasa también por mostrarle mi compromiso con lo que es común. Mi responsabilidad no termina en mi hijo, sólo comienza con él.
Para empezar, pues, procuraría tener una relación estrecha con la escuela. Los sociólogos de la educación lo explican desde hace años: la proximidad de la familia al centro educativo es condición importante para el éxito. Trataría de conocer y actuar con complicidad con los docentes y me interesaría por los aprendizajes. Cuando en la escuela me llamaran a reunión, iría sin falta. Si la reunión tuviera poco interés, lo haría saber para ayudar a mejorarla, y no faltaría ninguna actividad propuesta por el centro. Dado que hay familias que no son conscientes de la necesidad de este acercamiento porque son ajenas a la cultura escolar, procuraría poner en marcha desde la escuela algún mecanismo de “tutorización” o acompañamiento de las familias entre ellas. Me implicaría en el trabajo escolar de mi hijo, pero no le ayudaría a hacer los deberes, porque sé que esto no tiene efecto en su aprendizaje. Sencillamente, le procuraría unas buenas condiciones de trabajo, le ayudaría a organizarse, le animaría ante los progresos que hiciera y le ayudaría a adquirir hábitos de trabajo: tiempo sin pantallas, lectura y, a partir de cierta edad, una disciplina de estudio que pasara por dedicar un mínimo de tiempo extraescolar a lo que es académico. Sobre todo, le transmitiría el valor de saber, y trataría de cuidar su curiosidad por el mundo que le rodea; por ejemplo, planteándole preguntas sin darle todas las respuestas. Le daría a conocer referentes que hayan trabajado fuerte para conseguir sus objetivos y evitando que sus modelos sean los influencers que él elige y yo no conozco.
También pediría ayuda a la escuela: que le ayudaran a ver el sentido de lo que hay que aprender, que fueran exigentes con sus posibilidades (que son diferentes en cada alumno), que le hicieran comprender la necesidad de las normas —para la lo cual, primero deben tenerlo.
Quisiera una escuela con maestros bien formados en las universidades, con gusto por la cultura y la lectura y un buen nivel de lengua.
Por si acaso, haría buen uso de las bibliotecas y las librerías y dedicaría tiempo a leer en casa. Si mi hijo fuese pequeño, en voz alta. Si ya estuviera en secundaria, todos juntos y cada uno su libro. Aprovecharía los recursos culturales y naturales que permiten aprender y que se despliegan en nuestro entorno: desde los museos hasta los bosques, y procuraría disfrutar con mi hijo. Lo vincularía a proyectos de educación en el ocio que quisiera bien integradores e inclusivos.
Pero sería consciente de que a mi alrededor hay muchas familias que no tienen las mismas predisposiciones. Por falta de recursos económicos, de capital cultural, de tiempo o de sensibilidad, muchos padres quizás no puedan tener estas actitudes. Por eso, también pediría a los responsables del sistema educativo que traten de compensar a los alumnos con menos recursos de partida —el problema PISA tiene mucho que ver con la pobreza y la segregación— y me implicaría en iniciativas civiles que crean oportunidades educativas para combatir la desigualdad allá donde los actores políticos no llegan. A estos últimos, les subrayaría que hay que recordar que la educación básica se produce en las casas, en el seno de las familias, que son las responsables primarias de la educación de sus hijos y que, como tales, en un contexto social tan complejo, necesitan ayuda para hacer mejor su papel, y que por eso es necesario encontrar la manera de darles las indicaciones necesarias para hacer aún mejor lo que ya hacen: amar a sus hijos y educarlos con toda la destreza posible.- _BK_COD_