Hoy hablamos de
Enric Auquer, Emma Vilarasau y Eduard Fernández con sus Gaudí
23/01/2025
3 min
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Para escribir esto que escribo he tenido que pensar varios días en lo que quiero decir y cómo quiero decirlo; he mirado el tema desde distintos ángulos; lo he dejado reposar; lo he vuelto a coger. Mis opiniones se nutren de las informaciones que me llegan por los canales que elijo, la lectura de otros escritores y periodistas que construyen textos largos que cumplen con las normas de coherencia, cohesión y rigor necesarios para elaborar pensamientos, ideas y opiniones que permitan la reflexión y de las conversaciones que tengo con personas que también creen en la necesidad de seguir estas normas. Llevo tiempo intentando apartarme de los contenidos que intoxican, que manipulan o retuercen el lenguaje (aunque sean figuras de fama mundial que llenan auditorios), esconden sus verdaderos intereses. También de quienes miran siempre las cosas desde un mismo sesgo. Tenemos todos prejuicios y apriorismos, claro, pero solo se puede pensar bien si somos conscientes de su existencia e intentamos no dejarnos llevar por la comodidad de verlos confirmados. Por todo ello si hay un mundo que he evitado con una terca resistencia ha sido Twitter. El problema de esta red social no es solo que permita que todas las opiniones sean publicadas y difundidas sin ningún tamiz, que el anonimato fomente los insultos, el acoso y la violencia verbal. El problema de Twitter es haber desmenuzado cualquier forma de pensamiento reduciéndolo a los 140 caracteres, haber impuesto formas telegráficas de comunicar que no dejan lugar a matices y simplifican la complejidad del mundo que tratamos de entender. Si sumáis inmediatez, distancia física, cálculos constantes sobre la repercusión de las opiniones y algoritmos creados para explotar la atención del usuario al precio que sea, tendremos la herramienta más eficaz que se ha inventado para acabar con los debates públicos, la discusión democrática y en última instancia cualquier conciencia de ser ciudadanos. Las redes sociales en general y Twitter en particular hacen realidad el sueño ultraliberal de Thatcher: "La sociedad no existe, solo los individuos".

Pondré un ejemplo reciente para ilustrar mi tesis. Como tantos otros catalanes yo vi en el telediario el resumen de la entrega de los premios Gaudí. De todos los discursos que se pronunciaron a mí me llamó la atención el de Emma Vilarasau y, de hecho, ya ese día empecé a pensar una posible "Contra" sobre el edadismo implacable que pretende que las mujeres nos muramos o desaparezcamos cuando ya no nos consideran deseables. Que una actriz tan querida y seguida por el público como Vilarasau denuncie esta discriminación es ciertamente preocupante. Sin embargo, mi reflexión se vio interrumpida por los ecos de la empresa de Musk que me acabaron llegando aunque no formo parte de la manada tuitera: se ve que para algunas personas que tienen en sus manos esta aplicación lo más destacable de la ceremonia fue una, una sola palabra que pronunció uno de los galardonados: charnego. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? De repente todo el espacio que dedicaba a las actrices desterradas para cumplir años me fue expropiado por una polémica del todo absurda. No he entrado a mirar quién ha dicho qué para no llevarme la desagradable sorpresa de descubrir que personas de lo más razonables y razonadas, que quizá respeto por el trabajo que hacen, dicen tonterías que parecen exabruptos pasados de vueltas. Los que tuitearon sobre el charneguismo, ¿cuánto rato pensaron en ello? ¿Habrían dicho lo mismo a Eduard Sola cara a cara? Si la respuesta es que su reacción fue instantánea y que no se atreverían a decirle lo mismo a la persona de carne y hueso, es que Twitter os deshumaniza, os hace más viscerales, más intransigentes y, por tanto, menos demócratas.

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