Ucrania: un conflicto sobre límites imperiales

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Una mujer ucraniana atraviesa la frontera con Polonia con su hijo.

La guerra en Ucrania es sobre todo un conflicto fronterizo entre dos imperios: la democrática Unión Europea y la autocrática Federación Rusa. Sean democráticos o autocráticos, todos los imperios tienen una característica que les diferencia de los estados nación consolidados: no existen unas fronteras fijas, sino unos territorios con límites inestables.

Después de la Guerra Fría debían redefinirse los límites de Europa y Rusia. Por un lado, el Imperio Ruso se encogió y puso en marcha, en consecuencia, el proceso para resarcirse de esta humillación. Por su parte, la Unión Europea desplazó sus fronteras hacia el este y no descarta planes para una futura expansión. Para el autocrático Imperio Ruso es más importante recuperarse del encogimiento del imperio que para la UE la posibilidad de una nueva ampliación.

En cuanto a la alianza euroatlántica, Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, y el líder electo de la nueva Federación Rusa, Boris Yeltsin, llegaron en 1996 a un acuerdo temporal. En palabras de Clinton: “Le dije a Yeltsin que, si aceptaba la expansión de la OTAN [con la República Checa, Hungría, Polonia y otros antiguos miembros del Pacto de Varsovia, liderado por los soviéticos], me comprometería a no estacionar prematuramente tropas ni misiles en los nuevos países y apoyaría la entrada de Rusia al nuevo Grupo de los Ocho (G-8), la Organización Mundial del Comercio y otras organizaciones internacionales. Hicimos un pacto”.

Así pues, Rusia fue aceptada formalmente como miembro del G-7, que empezó a llamarse G-8. En los años siguientes, la UE y la OTAN diseñaron planes concretos para nuevas ampliaciones con los antiguos países comunistas de Europa del Este. El acuerdo inicial implicaba que entre los estados miembros de la UE y la OTAN y Rusia habría una zona colchón, formada por los antiguos miembros más occidentales de la Unión Soviética.

No obstante, al final del segundo mandato del presidente norteamericano George Bush, la OTAN se planteó en 2008, una vez pasado el periodo “prematuro” previsto por Clinton, admitir como aliadas las antiguas repúblicas soviéticas de Georgia y Ucrania. Y un año más tarde, la Unión Europea lanzó el programa de la Asociación Oriental, que ofrecía a seis antiguas repúblicas soviéticas –Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Georgia, Moldavia y Ucrania– unos acuerdos de libre comercio y “la integración total pero sin el estatus de miembros” a cambio de reformas internas económicas y políticas.

Poco después, el ejército ruso ocupó Abjasia y Osetia del Sur, las regiones secesionistas de Georgia, y las reconoció como países independientes. Al cabo de varios años, ocupó la antigua península de Crimea, antes rusa y en aquellos momentos ucraniana, que se declaró independiente y se incorporó a la Federación Rusa. Cuando un nuevo presidente ucraniano firmó el acuerdo con la UE, Rusia secundó las rebeliones armadas contra el gobierno ucraniano en la eurorregión transfronteriza del Donbás, donde se proclamaron dos repúblicas independientes.

El pacto temporal posterior a la Guerra Fría se terminó formalmente en 2014 con la expulsión de Rusia del G-8, que volvió a convertirse en el G-7. Tras varias interrupciones, los acuerdos de asociación y comercio de la UE con Georgia, Moldavia y Ucrania entraron en vigor desde 2016 y 2017, y Rusia respondió con aranceles, restricciones y otras “medidas proteccionistas”. Hace unas semanas los tres países presentaron formalmente su candidatura a la plena adhesión a la UE.

Dos imperios rivales pueden llegar a un acuerdo relativamente estable si ambos aceptan la neutralidad de unos países intermedios. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con Austria o Finlandia durante la Guerra Fría, que, a pesar de ser países democráticos y prósperos, se mantuvieron fuera de la OTAN y del Pacto de Varsovia. Puede ser un obstáculo para esta solución el hecho de que el Parlamento ucraniano aprobara en 2017 una reforma de la Constitución que sustituyó la prohibición originaria de construir “bases militares extranjeras en el territorio de Ucrania” por los objetivos estratégicos de incorporarse en la UE y la OTAN.

De hecho, Rusia tiene fronteras directas con territorios de la UE sin zonas colchón: con Finlandia, Estonia y Letonia, y también con Lituania y Polonia en el enclave ruso de Kaliningrado. Y hay seis miembros de la UE que no pertenecen a la OTAN. Un nuevo pacto de ese tipo es posible.

Ahora bien, cabe recordar que el límite comparable de la Guerra Fría también se estableció en territorios alemanes y en el muro de Berlín, y esto fue un foco de hostilidad y tensiones durante décadas. También se levantan ahora nuevos “muros” en algunos países que podrían convertirse en zonas colchón entre Europa y Rusia. Sea cual sea el resultado de la actual guerra de invasión de Ucrania por parte de Rusia, la precariedad de los límites entre ambos imperios seguirá siendo una fuente de conflictos e inestabilidad.

Josep M. Colomer es investigador asociado de la Universidad de Georgetown en Washington y del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales de la Universitat Autònoma de Barcelona
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