Hace 140 años, el 15 de noviembre de 1884, las grandes potencias decidieron repartirse África. Lo hicieron unos señores vestidos de frac, en el palacio Radziwill, rococó florido, una monstruosidad ligera (medio siglo después lo ocuparía Hitler y se haría su Vorbunker y un poco más allá el Führerebunker, última guarida de los monstruos: Goebbels asesinó allí a su prole). Volvamos a la conferencia de Berlín. El canciller alemán Bismarck es el anfitrión. Todos defienden el comercio y la civilización. Éric Vuillard nos sirve la síntesis: "Nunca se habían visto tantos estados intentar ponerse de acuerdo sobre una mala acción". Casi nunca se es proteccionista en la casa de los demás, ¿verdad?
En el libro Congo, Vuillard se mete en la elegante intimidad de aquella barbarie, de ese mercadeo. El tráfico de esclavos ya no estaba bien visto. Las últimas sesiones de la conferencia, una vez repartido el pastel africano, se dedicaron a hablar de las formas de luchar contra el tráfico de seres humanos. Un poco de orden, por favor (por cierto, los catalanes fuimos los últimos en seguir defendiendo el esclavismo). Orden para seguir explotando el continente negro, claro. Cada país formula su reclamación fronteriza, se miran Àfrica con lupa. Qué grande! Qué espléndida! Todos han leído El continente misterioso de Henry Morton Stanley. En febrero de 1885 se levantan las copas de champán y brindan. África ya tiene su acta notarial.
Stanley había ido al palacio Radziwill a hablarles del Congo, de todo lo que podían encontrar allí. Les enseña diapositivas. Tiene catorce naciones embobadas delante de él. Los hombres del frac sueñan con ferrocarriles, ciudades, factorías... Stanley es un asalariado del rey belga, Leopoldo, monarca constitucional al que su país le queda pequeño: no quiere un Congo belga, lo quiere para él solo, a pesar de qué nunca llegará a ir. Quiere una sociedad anónima. La política para él es una antigualla, con buena gestión empresarial debería bastar. ¿Les suena esto? ¿Qué pretenden hacer Trump-Musk en Estados Unidos? La política como negocio. El mundo es un lugar donde hacer dinero. Con Trump-Musk estamos retrocediendo aún más atrás, al siglo XVIII de los fisiócratas: si hay negocio, el bienestar ya se propagará espontáneamente. laissez faire, laissez passer. Con el colonialismo pasó todo lo que pasó, tanto en América como en Asia, y después en África.
Volvamos al XIX. Las formas contaban. Había que disimular. Leopoldo tuvo que camuflar su avidez como beneficencia, apelando al buen corazón de la gente. Stanley le hace el trabajo sucio, va comprando tierras (si no se las venden, mata a los reyes rebeldes), se adentra en la selva, acaba maldiciendo África. Funda Léopoldville. Caucho, café, marfil, mujeres, vidas. Tras él, llegan hombres con barcos cargados de fusiles. Leopold ficha al explorador Charles Lamaire, cuyas expediciones punitivas son letales, a sangre y fuego. Banana es el puerto de entrada. Tras Lamaire viene Léon Fiévez, que aún es peor. Es uno de los monstruos que quizá inspiraron El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad: exigía a los suyos, como justificante del uso de municiones, que le llevaran la mano derecha cortada del cadáver de sus víctimas. Una vez le trajeron en un solo día 1.308 manos.
Leopold acabó siendo propietario de un estado ocho veces mayor que Bélgica pero sin carreteras ni dispensarios ni escuelas. Sólo interesaba el caucho: para las suelas de zapato, neumáticos, cordones, preservativos... Confió el negocio a los Goffinet, el padre y los hijos gemelos. Mucho dinero.
Miquel Barceló lamentaba este lunes que ya no puede volver a su casa de un Mali consumido por la guerra: "Le añoro cada día". África, decía, todavía vive las consecuencias de la brutal colonización europea mientras Europa cierra sus puertas a los africanos desesperados. Es una de las cosas que explica en su autobiografía dibujada y escrita, De mi vida (Galaxia Gutenberg).