MadridLo primero que hice cuando llegué a casa tras el parto de mi primera hija fue sentarme en la cama con ella en brazos y llorar. Me recuerdo pensando que sería incapaz de cuidar de un bebé, que no iba a conseguir que aquel ser diminuto y vulnerable sobreviviera. Pasaron semanas hasta que esa idea se fue haciendo borrosa y desapareció, pero entonces se manifestó una sensación de soledad como nunca antes había sentido. Sin poder pedir una excedencia, mi compañero volvió a trabajar entonces a las dos semanas y ahí nos quedamos mi bebé y yo completamente solas. Vivíamos en un barrio triste de urbanizaciones infinitas y parques vacíos pegado a un polígono industrial. Salía a pasear por la mañana con la niña en la mochila, compraba algo en el supermercado si hacía falta y, si tenía suerte, me enganchaba a alguna conversación en la panadería o con alguna que otra madre o abuela perdidas. Sentía una necesidad urgente de hablar de lo que estaba viviendo, de compartir con iguales lo que sentía. El resto del tiempo lo pasábamos en casa entre cambios de pañales, teta y el mismo pensamiento rumiante a cuestas: no quiero volver, pero no me lo puedo permitir.
Por más que quería no encontraba cómo poder sostener una excedencia no remunerada, ni mucho menos una reducción de jornada, con su respectiva reducción de sueldo. ¿Cómo pagar el alquiler, la comida, la luz, el agua, el gas, con un solo sueldo mileurista? Aquello me generaba ansiedad, estrés y mucho malestar. ¿Cómo hacerle trampas al sistema? Unos días antes de incorporarme al trabajo tuve la suerte de poder incluirme en un ERE y firmar en conciliación mi despido. Me iba con el paro y arrancaba con ello una etapa de pensar qué iba a hacer para poder sobrevivir sin tener que externalizar el cuidado de mi hija, pero al mismo tiempo dejar de estar absolutamente sola. Poquísimas mujeres que desean estar más y mejor se lo pueden permitir. Muchas acaban empobreciéndose. Otras arrastran problemas de salud mental y física y los esconden bajo las mantas y las alfombras porque ya sabemos que la rueda no puede dejar de girar.
Titiriteras de una vida ficticia
El pasado 7 de mayo desde la asociación PETRA Maternidades Feministas se aprovechó la celebración del Día de la madre para lanzar una pregunta:
¿Y a las madres, quién nos cuida? Se pretendía visibilizar el valor de las maternidades y exigir una crianza digna en un momento en el que las madres seguimos cuidando gratis, empobreciéndonos y enfermando. ¿Qué ocurre cuando quieres ser tú la que cuida? ¿Qué ocurre cuando las 16 semanas no alcanzan? ¿Quién cuida de ti para que puedas cuidar y cuidarte? A nadie parece importarle la falta de derechos y recursos con los que nos encontramos las mujeres antes y después de ser madres. Nosotras atravesamos un embarazo, un parto, un postparto, una exterogestación y una lactancia, pero no hay políticas que protejan nuestros procesos ni la salud de nuestras criaturas en un momento tan vulnerable. Las 16 semanas de permiso de maternidad no son suficientes ni los permisos parentales pueden ser el único recurso. Madres solas, madres migrantes, madres con empleos precarios, madres sin contrato, madres autónomas, conforman el mapa de la diversidad maternal. Si queréis cuidar a las madres, dadles recursos, impulsad la corresponsabilidad social y posibilitad que se tejan redes que sostengan y que no nos dejen caer. Porque ser madres hoy, nos convierte en las titiriteras de una vida ficticia en la que nada debe haber cambiado cuando en realidad todo ha saltado por los aires. La rueda, la rueda, la rueda.