La lenta respuesta a PISA

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La consejera de Educación, Anna Simó.

Los resultados de las pruebas PISA han generado en Cataluña un encendido debate sobre el nivel de nuestros alumnos y la realidad general de la enseñanza. También ha pasado en algunos países de nuestro entorno que han sufrido bajadas similares, en especial en Francia y Alemania. Con la particularidad de que el caso catalán es de los más sangrientos, sobre todo en comparación con el conjunto de España, que mejor ha resistido el choque educativo pospandémico. Todo parche ha provocado una crisis en la opinión pública y en el mundo docente en particular, que ya partía de una situación tensionada con muchos elementos concurrentes, desde demandas sindicales hasta visiones metodológicas confrontadas, pasando por el cansancio y la desorientación de muchos docentes, el desconcierto de las familias o la irrupción de los móviles en las aulas, entre otros factores. Sólo faltaba el descalabro de las pruebas PISA para acabar de provocar el incendio. y buscando excusas metodológicas mal fundamentadas –poniendo en duda, por ejemplo, la muestra de centros donde se realizaron las pruebas, una elección que la OCDE hace a partir de lo que le ha dicho el propio departamento–, lo que sólo ha generado más confusión. El mensaje oficial, en el que hoy insiste la consejera Anna Simó en el ARA, es que hay que dejar trabajar a los centros sin dar más golpes de volante y dando confianza en los maestros. No se ha arbitrado, pues, ningún gabinete de crisis ni plan de choque, y se insiste en que, sin hacer ruido, ya se está haciendo lo que toca; entre otras cosas, porque ya se sabía que los resultados no serían buenos.

Sin duda, vista la tendencia de las últimas décadas a cambiar las directrices y los programas educativos en cada nuevo gobierno catalán o estatal, nos guardaremos suficiente con pedir intervenciones precipitadas. Pero esto no quiere decir que no sea necesario coger el toro por los cuernos, hacer autocrítica, depurar responsabilidades –sobre las iniciales explicaciones incorrectas–, aceptar diáfanamente los malos resultados y tener la capacidad de hacer una reflexión de fondo y hablar con claridad de cabeza dónde hay que ir. De lo contrario, parece que sólo se quiera proteger a un colectivo docente sin cuya complicidad cualquier cambio o mejora es inviable. De acuerdo: la prudencia es loable, pero el miedo es malo consejero.

Las pruebas PISA han hecho evidente el malestar y la bajada de calidad general, que vienen de lejos y que ahora de repente se han hecho más patentes. Se echa de menos un liderazgo fuerte en el discurso político, que no significa dar instrucciones metodológicas, pero sí fijar objetivos ambiciosos y concretos, convocando a los agentes implicados –administraciones, asociaciones de maestros, pedagogos, familias, partidos...– a sumar esfuerzos y en buscar grandes acuerdos. Es decir, a ponerse deberes autoexigentes y dar desde el Gobierno ejemplo de rigor, trabajo y máximo compromiso para revertir una situación que, de no corregirse, supondrá un freno para el progreso de un país que siempre se ha enorgullecido de su tradición educativa y que ahora ve cómo va quedando en la cola de su entorno.

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