

Han pasado 80 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. La barbarie nazi ha marcado a las generaciones de la posguerra. Durante toda la segunda mitad del siglo XX y los primeros compases del siglo XXI, hijos y nietos de las víctimas han escuchado testigos de primera mano. E hijos y nietos de los verdugos han interiorizado la vergüenza. Historiadores y literatos, filósofos y cineastas, pedagogos y pensadores han hecho la labor de fijar la barbarie en toda su dimensión de inhumanidad, en toda su brutalidad. Incluso en su íntima contradicción, tal y como Hannah Arendt formuló a través del concepto de banalidad del mal. Se han realizado esfuerzos de memoria y divulgación, de concienciación. Se han fijado líneas rojas con el objetivo de evitar que la historia se repita.
Pese a la pervivencia latente, y minoritaria, de un rumor fascista y xenófobo, hasta ahora parecía que todo ese afán colectivo había funcionado. El nazismo y los fascismos, en general, habían quedado arrinconados en el debate político y social, y señalados en la narrativa cultural y la expresión artística. Pero en los últimos años, a remolque de crisis recurrentes, el populismo de ultraderecha ha ganado posiciones hasta el punto de que los herederos ideológicos del nazismo están a punto de liderar el gobierno de Austria, tierra natal de Hitler, y amenazan con quedar en segunda posición en las próximas elecciones generales en Alemania. Italia ya tiene como primera ministra a una admiradora de Mussolini, Giorgia Meloni. En España el tercer partido en votos es el neofranquista Vox, y en Francia Marine Le Pen es hoy la política más votada. Parece imposible, pero todo esto está ocurriendo. Y está pasando con el aval del magnate de la comunicación Elon Musk, mano derecha del presidente estadounidense Donald Trump, alguien que no esconde su admiración por figuras autócratas como Vladimir Putin o Kim Jong-un.
La democracia liberal está sufriendo una grave crisis de credibilidad popular y es objeto de una ofensiva desde dentro por parte de estas fuerzas, que en el mejor de los casos pueden ser descritas como iliberales y en el peor como neofascistas. Un proceso parecido desembocó hace un siglo en la eclosión del nazismo y el fascismo, que acabarían llevando al mundo a una confrontación bélica mundial y al infierno de los campos de exterminio nazis (y de los gulags comunistas soviéticos, la otra cara del totalitarismo). Auschwitz es el gran símbolo de esa increíble locura fratricida. Hoy más que nunca su recuerdo debería servir para encender todas las alarmas antes de que los nuevos aprendices de brujo no nos cieguen del todo y nos lleven a un callejón sin salida mundial. A pesar de tener la crisis climática como gran amenaza, que exige una acción concertada global, la defensa de la cooperación parece haber dejado de ser una prioridad, así como la unidad europea y la propia democracia. La guerra vuelve a señorear en el tablero geopolítico. La retórica del rearme gana terreno. Los instintos autoritarios se están imponiendo en todas partes.
Estamos desoyendo el "nunca más" que emergió hace ocho décadas, después de Auschwitz. ¿Repetiremos los mismos errores?