2024: defendemos las palabras

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Mirar la guerra

Empieza un nuevo año, y es momento de ver qué se ha llevado y qué nos ha llevado y, sobre todo, qué retos nos deja lo que acaba. Como siempre, hay cosas muy positivas; otros no lo son para nada, sino preocupantes. E, incluso, a veces, ambas condiciones están enredadas.

Empecemos por las positivas: el progreso del conocimiento humano es tan extraordinario que, en cierto modo, estamos en un mundo de maravillas, en el que la racionalidad ha acabado haciendo posible la magia, todo lo que sólo podía suceder en los cuentos de hadas: en primer lugar, y como sorpresa constante, los avances médicos: se está acercando, por ejemplo, el cuidado del Alzheimer o la reproducción de órganos humanos mediante las células madre. Espero que no se llegue a la inmortalidad –qué egoísmo, no podrían nacer nuevas criaturas–, pero sí a un alargamiento de la vida que ya se está consiguiendo y que ha doblado en menos de un siglo. Y en el desarrollo de la inteligencia artificial, que puede marcar una nueva etapa en el conocimiento humano. Y en tantas otras cosas, siempre gracias a la búsqueda, al trabajo, al pensamiento. Grandes avances que a menudo nos dan miedo, no por lo que son en sí mismos, sino por un posible uso totalmente desviado del interés común, y que a menudo resulta altamente amenazante, como la fisión nuclear.

Junto a estos grandes progresos del conocimiento, este año nos ha traído también una gran inseguridad; porque lo que no avanza es la conciencia colectiva, la ética compartida que debe poner por encima de todo la defensa de los derechos humanos y del buen vivir de todos. Bien al revés, lo que nos ha pasado en los últimos años es que las estructuras éticas básicas para la convivencia han sido aniquiladas en favor de un individualismo feroz, dando lugar a lo que ha sido llamado “la sociedad líquida”, donde ni los derechos humanos son una tierra firme a respetar. Como dijo hace unos años Alain Touraine, el sociólogo francés traspasado en el 2023, las normas e instituciones sociales están desapareciendo, y en su lugar queda sólo el individuo desnudo, sin apenas raíces, que debe construir su camino sin modelos y , en cierto modo, contra todo el mundo. Es el resultado de años de lucha contra las opresiones, pero al mismo tiempo contra todo lo que nos vinculaba, justamente porque era construido sobre bases opresoras.

Esta falta de ética común se ha mostrado este año con toda su crudeza. Entre los muchos villancicos que me han llegado, hay uno que me ha impresionado fuertemente. Es la de las criaturas de la Ramallah Friends School, cantando por los niños y niñas de Gaza. Mientras nosotros celebramos la Navidad y dudamos sobre la marca del cava, buscando lo mejor, o sobre los regalos a escoger, hay dos millones de personas que mueren de violencia y de hambre, y no podemos hacer nada; es una muestra terrible de nuestra impotencia. ¡Cuántos habríamos renunciado a los turrones a cambio de que tuvieran pan en Gaza, aunque fuera un solo día! Pero no es posible: el mundo está en manos de unas pocas personas que tienen todo el poder y ningún respeto por la vida, justamente porque tienen armamento nuclear y nadie se atreve a enfrentarse, que podría ser la destrucción total.

Esto lo pervierte todo, hasta las palabras. Las autoridades israelíes, así como las rusas, amenazan a quien se atreva a utilizar propiamente las palabras, a quien diga que una guerra es una guerra, a quien diga que un exterminio es un exterminio, a quien diga que masacrar a un pueblo es un genocidio. No, esto no puede decirse, y quien lo diga será perseguido, desacreditado, atacado de mil maneras, quizás hasta la muerte.

La lucha por el dominio del relato se ha desatado también entre nosotros; se expresa en los debates políticos, los insultos, el esfuerzo por justificar lo injustificable. Pedro Sánchez me ha parecido un gran político, casi el único en la Unión Europea: se ha atrevido a decir lo que muchos pensamos, que lo que está pasando es intolerable. Lo ha dicho de forma suave, ciertamente, pero aun así, corriendo un riesgo político evidente.

Las palabras son casi el último vínculo colectivo que nos queda, la última tierra de entendimiento que compartimos. La única acción a nuestro alcance frente a la crueldad y la injusticia. El único homenaje que podemos hacer a los periodistas que mueren por informarnos. Defendámoslas, defendamos su sentido, herencia común de la humanidad construida a través de los siglos. Si las pervertimos vaciándolas de contenido y sentido, si ya no pueden expresar la verdad, si nos ganan con el miedo, ¿cómo podremos resistir a tanta violencia, a tanto enfrentamiento absurdo basado en unos egos sin medida?

Que el nuevo año nos permita progresar en el conocimiento, no sólo científico, sino ético y comunitario, que ahora, desgraciadamente, tanto necesitamos y tanto se nos escapa.

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